Naufragios
Me dedico a provocar naufragios. Es una rentable profesión. En las noches de invierno enciendo hogueras en los acantilados del norte y espero agazapado en la escollera con el bichero entre los brazos. Siempre algún capitán incauto encalla su nave entre las rocas. Con aguas tan frías no hay supervivientes. El botín es jugoso: madera, campanas de bronce, negros chaquetones de contramaestre, arcones con botellas de brandy. El viejo Paul no está de acuerdo pero mis golpes le persuaden.
Me dedico a provocar naufragios. Es un modo de vida como otro cualquiera, más cansado quizás. Durante el día duermo y al atardecer como pan y tocino, bebo vino. Cuando no hay luna apilo ramas y troncos secos en la punta del Perro Negro. Al subir la marea el fuego parece arder en mitad del mar, los vigías creen haber llegado a tierra y vocean la cercanía de un puerto. Los afilados bajíos hacen el resto, desgarrando los desprevenidos cascos de madera. Luego hay que ignorar los gritos, remar rápido, sortear las agujas y atrapar todo aquello que sea útil, que pueda venderse, cargar la barca cuantas veces haga falta. El viejo Paul me ayuda, no tiene otra forma de alimentarse.
Me dedico a provocar naufragios. Incluso hoy que llueven pájaros helados, las ballenas mueren en la playa y la mar hierve de espíritus. Una densa niebla me ha dejado perdido entre las olas. Sé de dónde he zarpado, no sé dónde arribaré. El viejo Paul ríe a popa.
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