Lo rutinario.
No por costumbre sino por su imposición,
–mi agenda, decía-, nos reuníamos los miércoles de buena mañana.
Tomaba el primer metro, doce paradas y una caminata hasta su despacho cuando aún no amanecía.
Apenas me tropezaba con nadie, algún obrero rezagado del primer turno de la acería cercana, una insomne con su perro, el encargado del bar que daba desayunos.
Ella me esperaba en la puerta con el dedo en los labios pidiéndome silencio.
Cada semana le llevaba algún regalo, un libro de Quignard, unos poemas de Samuel Beckett, un Cd con música escogida por mí, dos flores.
En la pequeña cocina tomábamos un café cargado mirándonos a los ojos, sonriendo.
Ella me contaba en voz baja los agravios de su marido aquella semana, la indiferencia hacia lo suyo, sus dolores de ovarios en el último mes, los desplantes de su hija mayor, que tenía ilusión por ser abuela, que su perro estaba ya muy viejo.
Pasábamos a su despacho, lo cerraba con llave, me miraba entre sonriente y azorada –¿Me quitas la ropa?, decía –.
Y sí, la desnudaba y ella me abrazaba con deseo, miedo, curiosidad, impaciencia, urgencia, como queriendo terminar rápido, solventar un trámite engorroso.
–Ven, ven, entra en mí –, susurraba con los ojos cerrados.
–No tengas prisa – le decía mientras acariciaba su cabello corto, mientras la colmaba de palabras cariñosas, infantiles, dulces, mis manos abarcando poco a poco todos sus secretos, aquellos lugares que tan bien conocía, los muslos, el cuello, el hueco entre sus pechos breves, sus párpados. Ella, tendida sobre la manta de viaje que protegía un sofá verde, gemía y temblaba cuando llegaba a su intimidad. Era una amante sumisa, se adaptaba a las posturas y variantes que le sugería –Ven. Ahora así. Date la vuelta. Abre más las piernas. Bésame aquí. Ahora – le sugería o le ordenaba y entraba en ella con enérgica ternura entre suspiros, su mano en la boca para tapar el ay. Orgasmos silenciosos, plenos, alguna vez lloró, una vez casi me desmayo de puro placer.
–Apresúrate, dúchate, casi son las 8 y 10 –decía, mientras se vestía con la expresión cambiada.
A las 8 y 25 salía por la puerta, nos besábamos, me daba el sobre y me iba. Alguna vez me crucé con su secretaria al doblar la esquina, no me conocía pero yo a ella sí.
–¿Cuánto tiempo duró este idilio?
–pregunta John.
–Tres años – contesto, serio.
–Pero, ¿te pagaba?, eso es inmoral, Tú
eras su… un…– dice con cara de asombro.
–Vivía de eso – digo.
Cambiamos de conversación y seguimos
tomando vinos mientras pienso en la materia activa de esta historia, de todas
las historias que me cuento y cuento, de la arquitectura de la vida, de los
sueños, del pensamiento, del deseo, de lo que fue y ya no es, de lo perdido, de
lo que queda por perder, del escenario al que me asomo con disfraces, con
máscaras de colores, con las pupilas aletargadas, con músicas de piano y
aceite, con la complicidad de aquellos que me leen y saben y sonríen y la
vigilia de ese intercambio sexual que he contado y el egoísmo y vender el cuerpo
pero no solo y todo lo que nos dijeron que estaba mal y la honradez y el pecado
y la consciencia de las ausencias, tantas, tantos nombres perdidos en nuestras
vidas, nosotros mismos perdidos en nuestra propia vida, por eso, también,
escribo estos cuentos que suceden o no suceden en madrugadas de besos y roces,
ahora que están de moda las flores calientes del amor sin amor, el abuso de los
poderosos, el egoísmo voraz de los de siempre, la ceguera de muchos…
–¿Qué vas a tomar? –pregunta John.
–Otro Rioja, el último, que ya me voy a
casa, todavía no he comprado el pan –respondo.
Me lo tomo y subo paso a paso por el
Arriaga, cruzo el puente del Arenal, etcétera.
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