Nunca llovía
No llovía, nunca llovía.
La última vez que vi a Teresa, los bomberos ya habían
apagado el fuego, por lo que pude regresar al pueblo atravesando el bosque.
Al despedirme no sentí ninguna
emoción especial, ni siquiera volví la cabeza como otras veces. Pero sentí el
ruido de la puerta cerrándose como una guillotina.
La noche palpitaba en rumores de
insectos, aves nocturnas y sapos en celo.
Recuerdo que un avión volaba muy alto, parpadeaban sus luces de situación junto
a la Vía Láctea.
Entonces no sabía que la amenaza de
no volver a verla nunca más podía convertirse en realidad. Qué tontería, ¿cómo
iba a saberlo?
Al llegar al Storm me concentré en
la cerveza y en la señorita rubia de la esquina de la barra. Julián tenía su
local adornado con diversos instrumentos musicales y cuadros con fotografías de
músicos de jazz. No era una decoración con demasiado sentido, Julián tampoco lo
tenía, pero su cerveza estaba siempre fría. La señorita del fondo, por el
interés que me demostró, no.
Me dirigí a ella y cuando nos
habíamos investigado todo lo que la decencia de un tipo como yo permitía en un
local público, propuse a Elena, que así se llamaba, continuar en otro lugar.
No podía ir a mi casa, no podía
decirle que mi madre me esperaba con su cargamento de besos, amor infinito y
cena en la mesa de la cocina. ¿Qué hubiese pensado ella?, los amantes no tienen
madre.
Con una mirada fría me preguntó - ¿No
hay hoteles en este pueblo? –.
Le miré con todo el desprecio
aprendido de los protagonistas de las películas de serie B que había visto en
tardes y tardes de cine en sesión continua. Tiré de su brazo. – Vamos, nena – y mi voz sonó como una cicatriz en
una cebolla.
Nos perdimos por los callejones del
vicio.
Ella sonreía y su mirada estaba
llena de navajas, de gélidos deseos.
Quiso saber dónde íbamos y su voz sonó como un géiser, como un escape de gas.
No respondí, tratando de pintar con misterio mi absoluta falta de iniciativa.
No sabía dónde llevar nuestros deseos, aunque si sabía cómo.
Caminamos entre los ruidos de las
calles, apartando gatos invisibles y olores de sopa de ajo saliendo por las
ventanas. Justo al doblar una esquina me agarró de las solapas la silueta de mi
nostalgia por Teresa, pero quién piensa en nieve cuando se está en el desierto.
La breve falda de Elena se ceñía a sus nalgas generosas como mi mano se ceñía
al apetecible espacio desnudo entre esa falda y la blusa, su carne estaba
mullida y caliente.
Dios, si hubiese tenido mi coche
todo sería más fácil.
Entonces recordé el apartamento de
Juan, si este seguía en Madrid estaba salvado.
Bajo el felpudo estaba la llave.
Bajo el felpudo estaba la llave.
En la pequeña habitación se
alternaban flores de plástico, una cortina con pececillos dorados y tres
muñecas vestidas de gitana andaluza. Una joya de la decoración de principios de
siglo.
Bajo mi cuerpo estaba Elena, su boca
abierta, sus piernas abiertas, su corazón, si lo tenía, cerrado.
Un reloj despertador, ruidoso y
anacrónico, daba ritmo a nuestros movimientos acelerados. A lo lejos se oían
los grandes camiones atravesando la autopista en dirección a quien sabe dónde.
El reloj se cansaba, nosotros no.
Entusiasmados, no escuchamos los
pasos subiendo por la escalera, ni la llave girando en la cerradura, sólo
escuchamos ese – No, Teresa, espera, mi piso está
ocupado -.
Y después desde la ventana vi a Juan
y Teresa entrando en el coche, los semáforos
parpadeando, Elena pidiendo que continuásemos, su pubis llamándome, un zumo de
frustración saliendo desde ese maldito adagio de Albinoni que suena una y otra
vez, mi mundo explotando en fuegos artificiales, y después ducharnos,
vestirnos, limpiar la alfombra y a la banda sonora de mi vida se había
incorporado un nuevo y triste bolero.
Volví a casa
limpiándome las lágrimas a manotazos.
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