Cuento para leer en los viajes a París.(1)
Aquella tarde llovía tanto como
en los tiempos en que se reconocían. Bajo esa lluvia él adivinó en ella una
dulce sonrisa. Hablaron de tal manera que las palabras se prendían en la hierba
y subían por el tallo de las flores. Al caminar ella le tomo del brazo y justo
ahí se abrió un claro entre las nubes, cesó la lluvia y él se perdió para
siempre en aquella mirada que le dejaba indefenso, entregado.
Ella le contó que tallaba en madera de brezo pequeños peces, hipocampos, estrellas de mar.
Ella le contó que tallaba en madera de brezo pequeños peces, hipocampos, estrellas de mar.
Él no tenía habilidades
especiales, solo curiosidad.
Ella era la dueña de un mundo
submarino.
Él no tenía ni siquiera una
sombra.
Ella vivía en una cueva bajo el
monte Og.
Él nadaba sobre las olas para
visitarla.
Entre esas olas les sorprendió una tormenta de espumas rabiosas, frío viento, cielo negro. Pudieron volver a la orilla saltando de planeta en planeta, cabalgando en un viento de levante.
Ella hablaba, miraba, sabía,
era enigmática.
Él sospechó que era una sirena
y quiso descubrir bajo su falda una cola plateada de escamas.
Los pescadores eran orgullosos, hablaban de perfil, remendaban las redes y limpiaban sus barcas, fumaban y bebían en la taberna, no creían en mujeres mágicas, mucho menos en sirenas, apenas podían señalar el sur.
Las mariscadoras rastreaban la
arena con el agua hasta los tobillos, creían en las mareas, en los ciclos de la
luna, en los gritos del hombre del bosque, sabían que no existían las sirenas.
Ella tenía la mirada detenida entre dos océanos.
Él apenas veía más allá del faro.
Los barcos llegaban al puerto
con griterío de gaviotas, salían entre sollozos infantiles.
(Sigue mañana)
(Sigue mañana)
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