Carta de elogio a mi locura. (3)
Pero qué
inútil canto
el que canta a la muerte
qué inútil canto el que previene
a los navegantes
más allá del silencio
entre barcos varados
en los mares de mármol
donde buscan su rumbo las aves sin suerte.
el que canta a la muerte
qué inútil canto el que previene
a los navegantes
más allá del silencio
entre barcos varados
en los mares de mármol
donde buscan su rumbo las aves sin suerte.
(M.
Vazquez Montalban)
Casas cerradas a la luz, nadie sabe que dentro se gesta un largo poema, una teoría estructurada, una historia limpia, una obviedad. Estatuas que cobran vida a las doce de la noche. Días que no terminan. Una lluvia de ojos que no ven, un torrente de ojos que vigilan, cortinas que ocultan ojos. Un solo ojo en un triángulo en el cielo.
Incierto amor bajo la higuera que
seduce la mirada de los viejos, escuchando al chamariz, tanteando los
sinsabores con un meñique en la cremallera que abre –o cierra- el
infierno, tiempo rojo, tiempo de frambuesa ahora que sé que no sabré más de ti,
que nunca, que es difícil vivir tan alejado del O, hombre obsecuente a la
certeza, piedra de molino que tritura la última esperanza, la que convierte la
palabra –esta- en un camino sagrado, en un muro que oculta la soledad,
el dolor, la muerte. Escúchala, tócala, siéntela, es por ti.
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