Carta de elogio a mi locura. (5)
El olor que flota sobre la hierba fresca, las alas de cera de un ángel zurdo, cada día que no te llamo es un triunfo, cada día que me duermo sin pensar en ti también, cada noche que no sueño con tu cuerpo abrazado al mío es una muesca que añado a esta pared desconchada que se mece con el viento de la ausencia y esta es una adicción igual a cualquier otra, el que bebe, consume, nieve, humo, tus amigas escondiéndote bajo los soportales de la plaza mayor, maldición de cabeza perdida en quimeras, de dedos ansiosos por tocar tus dedos, tu piel, tus glúteos duros, mi sexo que mira horizontes detrás de la niebla como un periscopio excitado, inquieto, submarino de amores con cargas de profundidad estallando en lo más íntimo de esta sima insoportable.
Cómo duele, joder, cómo duele, encerrado en una jaula junto a un tigre de tristeza que me mira, goloso, que mueve la punta de su cola y babea. Los guacamayos chillan en los nervios de mi ansiedad ramificándose por la espalda, el pecho, la raíz del miedo al sábado hundiéndose en la tierra a través de mis piernas, piel tatuada en penas, sortilegio de otros sábados, huida a través de aquella curiosa selva de besos. Tú ya no tienes labios, ni boca, se han borrado, todo en ti se borra, se difumina, se pierde ante el soplo de escaleras, metro, trabajo, metro, escaleras, ¿hay más?, ¿qué esperas?
A
hombros de mis camaradas, la ciudad ardiendo detrás, huyendo por la antigua
ruta del vigilante, su mirada de abismo, tú nunca me has visto, nunca, viste al
amante que acunó tu inexistente infancia, el intento del quizás, el antimonio y
el ámbar, las arenas doradas de la playa que nunca pisamos juntos, el laberinto
que tejimos, sin Minotauro, Ariadna traidora que quemaste el ovillo, aventaste
mi Deseo después de quemar los sembrados, fuiste el tránsito, la luz que se
consumía y encontró mi hambre, mi sed, mi necesidad de cielo.
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