Montañeros desmontañados
Éramos ocho jóvenes que escalábamos montañas, trepábamos por pendientes escarpadas, abajo nos observaban las negras simas, el vacío.
Las cordilleras nos desafiaban, con gran compañerismo zigzagueábamos entre aristas cortantes, dándonos ayuda y colaboración en los desfallecimientos, sobre rocas inmensas, piedras singulares, oxígeno enrarecido, nieblas que ocultaban la realidad del llano, grandes pájaros que siempre estaban más arriba, con el desafío de llegar a la cima.
Aquella tarde llegamos exhaustos al refugio, la subida había sido dura, las dos últimas horas nos acompañó una fuerte lluvia. Nos descalzamos, nos pusimos ropa seca, hicimos fuego, cenamos y nos reconciliamos con la comodidad de aquel pequeño habitáculo. Aunque al día siguiente deberíamos intentar llegar a la cima bebimos y cantamos, reímos, nos contamos sueños y ambiciones, la vida estaba llena de futuro, éramos amigos, nos sentíamos afortunados.
Amaneció, entre nieve y viento, éramos ocho, reemprendimos la marcha, en lo más alto no nos esperaban mujeres desnudas ni vestidas, pero llegamos.
La semana siguiente decidimos variar nuestros hábitos. Iríamos a un pueblo del norte de Burgos a pasar el fin de semana. Invitaríamos a algunas amigas. Nos disfrazaríamos, cenaríamos, después cantaríamos y bailaríamos. La idea era trasplantar el espíritu de nuestras inocentes fiestas en las alturas por diversiones a nivel del mar y de nuestras apetencias.
Las chicas se disfrazaron de princesas, de apaches con minifaldas, de los años 20, de bailarinas orientales, de vikingas, estaban todas guapísimas (menos Carmen que era muy simpática).
Los chicos nos disfrazamos con poca imaginación, la verdad. Destacaba uno de obrero con buzo y casco; otro de campesino con un sencillo sombrero de paja; Andrés de bombero con manguera y todo (diez metros); Juan de rajá hindú con la línea de los ojos pintada de negro, con pendientes y sortijas de oro; Carlos de payaso, bien maquillado, la cara blanca, los labios rojos, con zapatones y un gran reloj colgando de su cuello; yo de sabio loco con una peluca de rizos, una bata blanca, una probeta en la mano y una joroba disimulada.
Cenamos magníficamente, bebimos pacharán, gin tonic y licores espirituosos, nos alegramos y cantamos, claro. Andrés su aria de siempre. A Luis le prohibimos sus crudas coplas machistas. A coro entonamos el Asturias patria querida. Yo canté el “que me importa del mundo si tú no está muy cerca de mí”. Para entonces casi todos (Carmen no) estábamos más o menos perjudicados. Carlos se arrancó y salió al improvisado escenario. Le animamos con gritos admirativos de tío bueno y similares. La verdad es que su disfraz era magnífico, un perfecto traje de payaso, la cara pintada, la gruesa nariz roja. Nos pidió atención y recitó. Al principio no entendimos, seguimos animándole, riendo, bromeando. Él siguió, serio, desgranado un poema que había compuesto y en el que con versos sin rima pero sinceros, declaraba entre otras cosas que nunca esperaba que en sus cumbres hubiera mujeres desnudas, que prefería que Juan le esperase allí, aunque estuviese vestido.
Éramos torpes pero nuestro silencio fue la mejor evidencia que lo habíamos entendido. Fue la primera salida del armario que vi en vivo y en directo.
A partir de aquella noche fuimos seis jóvenes que subíamos montañas, trepábamos por pendientes escarpadas, abajo nos observaban las negras simas, el vacío. Cumbre a cumbre fuimos aprendiendo a escalarnos.
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