Actor número tres.
El Actor sabe, lo sabe ahora, que acariciar aquel cuerpo no era un pasaporte a su alma, no un visado, no un pase de pernocta, no un permiso indefinido, tener su cuerpo era un trabajo, un purgatorio, una obsesión, la condena del ejercicio desnudo de besar una y otra vez la anorgasmia irreparable de una mujer sin lengua.
Sin embargo volvía los miércoles, aún antes de amanecer, cuando mataron al juez y en primavera.
Ella escribía en una nube “ven” y él, obediente, iba.
Ha pasado el tiempo, subido en la escalera absurda que ha fabricado, otea un horizonte que ya no existe, no hay más allá que el recuerdo de un cuarto oscuro donde se veían sin verse, donde se tocaban como silenciosos amantes que no querían turbar a los que dormían sin saber, un pacto con un demonio cruel que fijó límites, una derrota ante un ejército de sentido común y papeles firmados antes de la luz.
La función debe continuar, el Actor vuelve al escenario y recita: “yo soy mi mundo” (Wittgenstein - Tractatus 5.63)
La locura de los otros como una pared obscena ante los desatinos que crecen, se agigantan dentro del Actor, su trágica obsesión por esa mujer espiritual y ajena, ausente, entregado a la hamartia de cercarla con un amor que jamás será correspondido. A quién un dios quiere destruir antes lo enloquece.
Esto es.
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