Sin miramientos.
No tuvieron miramientos. Intentamos escapar por la puerta de la cocina, la que daba al patio, pero habían acordonado la casa. A empujones nos juntaron en el comedor. La niña lloraba, su madre intentaba calmarla. Nosotros disimulábamos nuestro miedo. No sabíamos quién podía habernos delatado.
Ordenaron que nos tumbáramos con las manos en la cabeza. No nos ataron. Tampoco hacía falta, siempre nos vigilaban dos o tres hombres armados.
Al llegar la noche escuchamos explosiones cercanas, gritos, movimiento de vehículos en el puente, luego silencio. Algunos se durmieron, yo no podía, repasaba una y otra vez las consignas que nos habían dado, dónde podíamos haber fallado. No hacía frío y al fin me venció el cansancio.
Me despertó John. Se habían ido, ni rastro de ellos. No hicimos preguntas. Organizamos el repliegue y en grupos de tres nos internamos en el bosque. Nadie hablaba. Todos sabíamos que alguno de nosotros había confesado. Quizás íbamos hacia una trampa. No teníamos otra opción, seguimos.
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