Al infierno de cabeza.
Un
hombre exhorta desde el atril, tenso, con las venas del cuello hinchadas,
gritando con violencia por encima de la tempestad de los días, oteando la
tragedia que llega, defendiendo la libertad intelectual por encima del aliento
dulce y peligroso de lo fácil, de lo sabido, de lo cómodo. No entienden, no
entienden -siente- y su voz se pierde en lo
doméstico, en el calor de cocinas, en el rescoldo de tópicos y cantinelas.
Quiere rasgar esas sonrisas bobas, golpearles los labios, en las encías,
desbaratar el interés del no pasa nada, de todo debe ser como es y así entramos
en la luminosa zona erótica mientras una bandada de sardinas transparentes
ondula sobre la piel de damas afligidas, señoras poseídas por el mal de vivir -ay, tristeza de la melancolía-, la hechicera tuvo
la culpa, hablándole del instinto, del sí pero no, de la voz debajo del
caldero, de los dedos buscando en el panal de miel – a pesar de las picaduras de
las abejas del remordimiento- , hurgando con insistencia en el mal de las mujeres
etíopes, paraíso en la sombra, uno no puede hablar de según qué temas sin una
intensa empatía personal, personalizada ¿y cómo? uno carece de, solo tiene, //los jesuitas del siglo XVI
utilizaban las descargas del pez raya para expulsar demonios; los samuráis
escuchaban los trinos melancólicos de los pájaros, de los lobos, de las rocas
húmedas; Aldini aplicó la corriente galvánica en el cráneo pelado de un enfermo
de bilis negra; no sé qué diría Freud de las prácticas de la TEC (Terapia
Electro-Convulsiva)// sé que yo digo
basta, hasta aquí hemos llegado…, (hoy, mañana ya veremos).
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