Réquiem por las mesas perdidas
Un reguero de cierres deja huérfana la hostelería clásica
Los hermanos Lasa, hijos del fundador
del Machinventa (1956-2013), `posan ante el cuadro con el caserío en el que nació su padre
Un reguero de cierres está dejando huérfana de referentes la hostelería clásica. El Guría, símbolo de una época, ha sido el último en bajar la persiana.
Guillermo Elejabeitia/Ana Vega P. De Arlucea
Martes, 6 de noviembre de 2018
La noticia, revelada por este periódico
hace tan solo unas semanas, recorrió charlas de café y acalorados debates
regados con cañas. «¡Cierra el Guria!» Al decirlo se atropellaban en la memoria
los recuerdos de banquetes familiares, cenas íntimas o comidas de negocios en
torno a la mesa del añorado Genaro Pildain. La villa decía adiós a un símbolo
que puso la cocina de-Bilbao-de-toda-la-vida en el mapa gastronómico
internacional. El Guria fue durante décadas la referencia indiscutible y brilló
como nunca entre 1978 y 1989 gracias a una estrella Michelin, pero su
popularidad se había ido apagando inexorablemente, a pesar de los denodados
esfuerzos de la familia por adaptarse a los tiempos.
La Escombrera o el Palace de las Siete
Calles fueron algunos de los apodos con los que se conoció a este figón
familiar antes de que el gran Genaro, recién regresado de Venezuela, llevara el
nombre del Guria a la guía Michelin (1978-1989) y el apellido pildain al Olimpo del bacalao
Las circunstancias particulares que han
llevado a los sucesores de Pildain a bajar la persiana son hasta cierto punto
irrelevantes. El suyo no es ni mucho menos un caso excepcional, sino quizá el
más representativo de un reguero de cierres que está dejando huérfana de
referentes a la hostelería clásica de nuestro entorno. Los bilbaínos Gorrotxa,
El Perro Chico, Machinventa, La Casa Vasca, Rogelio, Kepa Landa, el Bola Viga o
el Café La Granja, y Casa Felipe, Albéniz o Dos Hermanas en la capital alavesa,
por citar solo algunos, han cerrado sus puertas en el último lustro. Un puñado
más dirá adiós en los próximos meses por falta de relevo generacional, ya lo
verán.
El Felipe de los Luzuriaga (Vitoria, 1958-2014) fue durante más de medio siglo el referente de la cocina tradicional alavesa
El diagnóstico se repite con pocas
variantes en la mayoría de los casos. Comedores y plantillas sobredimensionados
y una carta cocinada con buen producto, cuyo precio no lo resiste el bolsillo
menguante de la clientela. El resultado es que muchas mesas que fueron boyantes
han tenido que cerrar porque no podían permitirse el lujo de vivir de la nostalgia.
Con ellos no mueren solo negocios y puestos de trabajo, también una forma de
entender el oficio.
Currito (Santurtzi,
1985-2016) paseó la cocina de asador por todo el mundo y gracias a las sardinas a la brasa construyó un emporio desde su primera y humilde txosna.
Los hermanos Carmelo, Ion e Iñaki Lasa
todavía recuerdan el guardarropa del Machinventa lleno hasta la bandera de
sombreros de ala ancha y abrigos de piel. El restaurante de postín que fundó su
padre, Dioni Lasa, para alimentar los banquetes de la alta burguesía bilbaína,
fue uno de los ejemplos más depurados de una forma de socializar que ha caído
en desuso. La casa tenía botones, guardarropa y aparcacoches, amén de una
brigada de camareras hoy insostenible. «Se comían menús de seis platos en
raciones generosas y las sobremesas eran interminables, tanto si se trataba de
una celebración como de una comida de negocios», recuerdan. La conflictividad
social, primero, y la crisis económica después, hicieron que «poco a poco los
abrigos de visón dejaran de verse».
Segundo Pelayo (en la
foto, con su hermana María Asunción) supieron convertir el Rogelio (Bilbao, 1955-2016) una humilde tasca en un comedor de talla mundial.
La Casa Vasca fue otro de esos grandes
núcleos de la vida social bilbaína. Algo más popular, durante cuarenta años
pasó por allí medio Bizkaia para asistir a bodas, bautizos, comuniones... y no
pocas despedidas de soltero. Su gran baza eran sus 1.800 metros cuadrados de
salones, donde podían sentarse a la vez hasta un millar comensales, pero
semejantes dimensiones hace mucho que dejaron de ser rentables. «En los mejores
tiempos dábamos 250 banquetes al año, ¿hoy quién da 25?», se pregunta Tomás
Sánchez, que fue su cara visible durante toda su historia.
Emilio Sarabia y Milagros Andrés se
enamoraron trabajando detrás de una barra y detrás de la del Grosly (Bilbao, 1973-2018) acabaron enamorando a una ciudad entera
En aquel entonces las visitas ilustres
eran agasajadas en grandes casas de comida tradicional. Por la taberna Rogelio
han pasado desde Santiago Bernabeu y Vicente Calderón hasta Oliver Stone o
Frank Gehry. El arquitecto también entabló una entrañable amistad con Santiago
Díez, dueño de El Perro Chico, refugio de la farándula en sus escalas en
Bilbao. Y en el libro de visitas de Casa Felipe, en Vitoria, aparecen las
rúbricas de gente tan variopinta como Adolfo Suárez, Marcel Marceaux, Santiago
Segura o Concha Velasco. Ninguno de esos establecimientos sigue hoy abierto.
«Ahora a los invitados famosos se les lleva a restaurantes con estrella
Michelin, pero antes se ponían las botas de angulas y bacalao al pilpil»,
recuerda Segundo Pelayo, alma del Rogelio. Aquel templo de la cocina popular
cerró hace dos años incapaz de capear noches en blanco y el implacable
retroceso de las comidas de empresa que habían sido su fuerte.
Fundado en 1887 por las hermanas Alfonsa
y Flora Esquibel, Dos Hermanas (Vitoria, 1887-2013) recorrió a lo largo de su dilatada trayectoria diversos lugares del centro de la capital alavesa
«Estamos perdiendo no sólo grandes
restaurantes, sino una parte importante de nuestra memoria gustativa», lamenta
María del Mar Churruca, presidenta de la Academia Vasca de Gastronomía. A su
juicio hay una serie de recetas de origen popular que han sido arrinconadas en
las cartas de los restaurantes por un afán –algo provinciano todo hay que
decirlo– de seguir las tendencias globales. «Mantener nuestra identidad
gastronómica es lo que nos hace competitivos, ¿o crees que los turistas van a
venir al País Vasco a comer ceviche o cocina nórdica?», se pregunta.
Un supermercado y una tienda de
artículos chinos ocupan ahora los 1.800 metros cuadrados de la Casa Vasca (Bilbao, 1970-2014)
Pero ese recetario de siempre, cocinado
con producto local escogido, no puede competir en precio con los precocinados
que sirven en muchos restaurantes de espectacular decoración pero escasa
enjundia culinaria. Lamentablemente nuestro paladar cada vez está peor educado.
«Conocemos un montón de cocineros, ingredientes y referencias exóticas, pero es
un conocimiento superficial», advierte el periodista gastronómico Luis Cepeda,
que comenzó a escribir sus crónicas en 1970 y fue testigo de los años dorados
de la cocina vasca. «El público entonces era más exigente, quizá no conocía más
que la cocina tradicional pero dentro de ella gozaba de una cultura
impresionante, distinguiendo matices entre una y otra versión de una misma
receta».
Acorde a las óperas que tanto amaba,
Santiago Díez murió –quizás de pena— sólo seis meses después de que cerrara El
Perro Chico (Bilbao, 1986-2014)
Paradójicamente, vivimos un clima de
euforia en torno a la gastronomía, pero el foco en los restaurantes ha dejado
de estar sobre el cliente para iluminar principalmente al chef, que es ahora
quien decide lo que se va a comer y marca los tiempos, reduciendo al comensal a
un papel de mero espectador.
Mitomanía y relevo
Antes pocos sabían como se llamaba el
cocinero, aunque éste tuviera un nombre tan despampanante como Demetrio Platón,
marmitón del Rogelio. Esa mitomanía ha sido asumida con naturalidad por el
público y «los que podían permitirse comer habitualmente en restaurantes de
categoría media-alta ahora buscan más la notoriedad del cocinero o la rabiosa
novedad de un local que el buen nombre de un comedor de toda la vida», lanza el
crítico gastronómico Luis Cepeda. En esta sangría también hay algo de
inevitable relevo generacional. La mayoría de negocios no sobrevive a sus
fundadores, algunos consiguen esquivar el cierre renovándose en la segunda
generación y sólo unos pocos alcanzan la categoría de saga. El problema es que
las nuevas aperturas responden más al interés empresarial de grupos que saturan
el mercado con garitos impersonales que al afán emprendedor de buenos
anfitriones. ¿Será que la hostelería está dejando de ser un negocio familiar?
De ser así estamos perdiendo mucho más que un puñado de bonitos restaurantes.
https://www.elcorreo.com/
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