martes, 3 de octubre de 2017

Yodel y Hind Rostom


La vida, muchachos, tantos trabajos he tenido en mi vida.

Cuando era niño me hacían la típica pregunta “¿qué quieres ser de mayor?”, aizkolari, les respondía y ellos meneaban la cabeza diciendo: “oso ondo, oso ondo”.


Pero otras circunstancias me llevaron a ser cantante de yodels.

En plena era flower power mi padre encontró un empleo para reconvertir hippies en yuppies. Se sentaba a su lado en la hierba de Bryant Park y les convencía para viajar a Egipto, les enseñaba vídeos caseros de Hind Rostom y cuando asentían, les subía a un avión y en realidad terminaban de pasantes en cualquier banco de Suiza. 

Hind Rostom

Mi padre hacía los viajes con toda la familia. Así conocí a Erika Stucky, a varios componentes de the Velvet Hammer, a un tío de Prince, a tantos. Con el ir y venir, en aquellos desplazamientos por tierra y aire, la nariz apoyada en una ventanilla viendo pasar las nubes, los prados, voladoras vacas tontas, me creé un sonsonete de tarareos, monólogos, ruidos con la lengua, chass, ñamñamñam, cambios libres de los sonidos internos de mi cuerpo, del fluir del alma, componía mis propias canciones. Con los años me inspiré en músicas que escuchaba en aeropuertos, en ascensores, en taxis, las que silbaban mis amigos, el sonido de un trombón saliendo por una ventana, el maullido de mi gato Loveless.


Pero uno de mis mayores éxitos fue la adaptación al yodel del poema El esclavo herrero de Joseba Sarrionaindia.

Cautivo en las selvas de occidente
te trajeron a Roma, esclavo, 
te dieron el oficio de herrero 
y haces cadenas. 
El hierro al rojo que sacas de los hornos
lo puedes moldear como quieras, 
puedes hacer espadas 
para que tus paisanos rompan sus cadenas,
pero tú, ese esclavo, 
haces cadenas, más cadenas.

Triunfé. Me llamaban de los principales teatros del mundo. El mejor cantante de yodel. Trabajaba un día sí y otro, y otro. Mi camerino se llenaba de flores, los andenes de los trenes de pañuelos blancos, mi cama de amantes rubias, mi garganta se rompía, mi corazón temblaba con los aplausos. Lo dejé.

Nadie me recuerda, ahora soy uno que escribe estas tonterías en una pared y silba.  

¿Te silbo?


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