Parker en Copenhague
Es miércoles, Parker está sentado en una roca al lado de la sirenita de Copenhague y
el sol no brillará nunca más. Llama por teléfono a Marie, dice que se le ha
acabado el saldo, que le llama a cobro revertido. Ella no sabe qué es eso y dice
que no, no, no. Cuelga. Curiosamente en vez de un beep beep suena una canción
de Mocedades que le me gusta porque le trae recuerdos de una donostiarra
trasplantada a la que grababa casetes y papiros.
Es que, según dice Parker, Marie es un poco como esa canción, tan tierna,
tan limpia, tan de club parroquial, tan de llevar el cantarillo a la fuente,
tan Amaya (mucho más guapa), tan sorprendida por ese aprendiz de poeta extranjero
que le envía sonetos envueltos en hojas de lechuga, en alas de mirlos, en
cortezas de melocotón ensartadas por una daga que escarba en recuerdos que
están tan en el fondo que al ver la luz brillan como fuegos artificiales de
fiestas de agosto, así no hay quién resista el dolor de tanto tiempo pasado, de
tanta alegría retenida, de enseñar el cielo en la palma de la mano, nada por
aquí, nada por allá y en un zas desaparece el universo y solo queda la soledad,
el vacío, el eco y esta canción que Parker tararea en su móvil fuera de
cobertura.
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