Cartas y Dylan.
Cuando lo del
laboratorio, en alguno de aquellos quince años,
como contraste con los Beatles
que tanto nos gustaban en el piso, compré un libro sobre Dylan. Componía
canciones largas, extrañas, con imágenes como incendios, con una voz que
raspaba. Ves un cuadro de Cy Twombly y piensas que puedes pintar así, leía a
Bob Dylan y pensaba que podía escribir
así. No era cierto, la pura verdad es que quería camelar a alguna de las tres
secretarias del ingeniero jefe, en realidad a las tres. Por eso empecé a enseñarles
mis textos. Ellas no entendían nada, no apreciaban que dejaba el azufre y los
cloruros a un lado y escribía sin parar, imaginando y retorciendo las frases
para que sonasen como campanillas, como mariposas alrededor de una lámpara. No
sé si logré una prosa digna, lo cierto es que de ninguna de las tres obtuve ni
siquiera un beso, una mano que acariciase mi inseguridad, mis miedos. Pero
de aquello torpes intentos literarios
salió una afición, dos, escribir y utilizarlo para encontrar cierta clase de amor.
Ingenuidad o malicia, pero buscar palabras que reflejasen una búsqueda, el
desconcierto, los anhelos, retrasaba la frustración del no y mi despiste de
entonces. Es curioso, lo compruebo ahora, también dejaba recuerdos en amigos y
más que amigas que aún hoy, cuando la ginebra o las confidencias desatan la
prevención, me comentan que conservan todas mis cartas, todo aquello que les escribí.
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