Polinesia y la cama (o al revés).
En la película, antes de un viaje a la Polinesia, él novio de la
hija del protagonista rompe su relación amorosa de varios años.
Tú lo sabes, ¿por qué se ha ido con esa mujer? -
pregunta a su padre.
Dijo que era buena en la cama.
La vida sigue hasta que ella no se decide entre
un escalador de sí mismo, un encantador de serpientes, un obrero de la
construcción de emociones, un recogedor de conchas, un adiestrador de pájaros y
pulgas, un poeta retirado, un triste hombre que cierra los ojos al anochecer
pero que sabe cantar al alba.
Lo encuentra en la mitad de una plaza
porticada, junto a la fuente donde beben
gorriones, palomas, transeúntes
despistados. Un hombre taciturno que ve programas de televisión de esos que tatúan, personas con síndrome TOC,
constructores de casas mínimas y otros bodrios que compensan a Gaddis y a
Barth. No es guapo y no tiene dinero, no sé qué le ve.
El caso es que se casa, como diría Ana María
Matute: "El que no inventa no vive", pero ni es feliz ni come
perdices y solo piensa en aprender eso de la cama por si vuelve el de la
Polinesia.
Pero no vuelve.
A buenas horas.
Así es la vida.
Jo.
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