Siempre sí.
Vamos a ver, cómo lo hago para que no parezca qué, aunque
ya puedes dar volatines que si a alguien le parece No será
No aunque todo haga indicar que es un Sí absoluto.
Sí.
Era un barrio extremo,
periferia, gente trabajadora, normal que se dice, no sé si lo normal era
trabajar, yo no trabajaba, no por mi decisión, me habían despedido de una
empresa después de quince años en su plantilla. Salía por las mañanas a buscar un empleo, en lo
que conocía, en lo que había trabajado, ingenuo, es difícil pasar del nueve al
tres, al dos, es difícil mirar las facturas que llegan y el dinero que no entra
por la ventana. Es decir, que las pasas putas.
Aun así conservaba la manera de
andar, de llevar la cabeza levantada, de mirar de frente, de subir las
escaleras corriendo, de tener cuidado en las esquinas de los callejones, de
saludar al tendero y a la frutera, de comprar el pan por las mañanas, de
escuchar a Bach, leer a Cortázar, acostumbrarse, qué remedio.
Pero el tiempo pasaba y no, los
números estaban entre el rojo y el índigo, barría la esperanza en aquel barrio
de gente normal que me miraba raro, que me hacía sentir diferente.
Por eso empecé a mimetizarme,
progresivamente, con una gabardina que jamás me hubiese puesto antes (antes era
hace tanto), que empezaba a no
reconocerme con aquellos jersey azules, anodinos, pantalones grises sin raya,
uno más, otro, el del cuarto del portal doce, con la mirada entre desafiante y
vencida, en equilibrio entre el recuerdo y el gris. No, no me compré una boina.
Qué tiempos, duros.
Entonces llegó la riada, se
llevó todo y supe que después de lo malo llega lo peor.
Ya no sé si estoy en el Sí o en
el No ese que dicen pero aprendí a nadar, visto como me da la gana, incluso me
desvisto con rapidez, subo las escaleras corriendo aunque jadeando, puedo detenerme
a sentir la brisa, ahora leo de todo, escucho el roce de las estrellas y me
olvidé en un banco del parque el catalejo con el que observaba el cambio de las
mareas.
Sí, siempre sí.
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