lunes, 29 de febrero de 2016

Hanne Darboven


Leo/veo parte de la obra de Hanne Darboven, sus construcciones numéricas. Intento tocar su artificial lenguaje universal. Doy vueltas por una sala gigante donde Picasso mira, su cabra mira, yo miro y remiro este siglo, el anterior, los contrastes, los míos en el álbum de fotografías amarillas, las de blanco y negro, las de color con ese espigado barbudo bronceado corriendo por una interminable playa desierta.

Ese era yo, una y otra vez. 

Uno, por la misma playa, tres, por el mismo símbolo, cinco, seguridad de la rutina, ocho, de lo repetido, diez, un niño que crece a mi lado, doce, la playa se llena de gente, trece, de casas al fondo, quince, de medusas en el agua verde que oculta tesoros que custodian tritones musculosos.

Aún cerrado, del álbum de la memoria salen figuras retorcidas ascendiendo como un haz de luz que ilumina otras playas con palmeras, con risas, sin niños, con arenas tan blancas que hieren la mirada cansada del camino, de los números de Hanne Darboven que traen a la orilla del tiempo las verdades, las certezas. 

Y la búsqueda.

Como ahora, después, siempre, buscando al Otro por los callejones, por barrios remotos de un Berlín oscuro, de un Estambul de mezquitas magníficas, por bosques gallegos, en Cádiz, en New York, en tantos planos que creo que no es a otro, que me busco sin perderme antes, que aún estoy en el quién soy y el futuro es la incertidumbre.

O algo así.

(Que cada uno lo interprete como quiera)

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