Tarot.
Fui allí por una apuesta, una broma a mí mismo.
Una tras otra, la presunta adivina desplegaba las cartas mientras, sin mirarme, mascullaba su letanía.
Una tras otra, la presunta adivina desplegaba las cartas mientras, sin mirarme, mascullaba su letanía.
No creía sus palabras, lo que decía, nadie sabe, nadie puede saber.
Aquella impostora solo pensaba en qué pedirme, cuantas viles monedas por aquel engaño consentido a pesar de mi escepticismo.
Monótona, arrojaba sobre mi incredulidad naipes que contenían la suma de romances gastados, prodigios pretéritos, pasiones de ahora.
Levantó otra carta, la última, entonces sí, me miró.
Temblaban sus párpados, su voz cuando dijo –Cuidado, hombre, veo el abismo... y tú estás dentro.-
No lo creo, o lo creo, es igual, desde entonces no puedo dormir.
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