Cuatro por dos.
Vivo
en un cuatro por dos, con una pequeña ventana que da a ninguna parte. Tengo
contados los pasos de esquina a esquina. Pocos. También llevo la cuenta de los
días que llevo aquí. Muchos. He aprendido a soñar. En blanco y negro. No me
relaciono con mis vecinos, ni en el patio. Tengo miedo. No es nuevo, siempre lo
he tenido. Quizás por eso estoy aquí, quizás no solo por eso.
Lo
bueno de esta soledad es escuchar fuera lo que no tengo dentro, vivir en otro
mundo del que vivo. Lo escribo para que no se me olvide. Lástima de paisaje
truncado, de horizonte tan cercano, de este asco que vive en mi garganta desde
que despierto hasta que intento dormir. Llevo demasiado tiempo sin verme, no
tengo espejos, ni eco, me ignoro, estoy olvidando quién soy, o quién era, mejor
eso, ahora soy nadie, ni siquiera un número. Sin embargo estoy vivo. Si esto se
puede llamar vida. Tránsito lo define mejor. Me estoy quedando sin palabras,
poco a poco las estoy olvidando. Se me rompen entre la lengua y la garganta. La
humillación de no saber, de una memoria cansada, de esta oscuridad sin grillos
ni pájaros, sin cangrejos ni nubes, sin melodías ni belleza en el andar de una
mujer. Apenas las recuerdo, a las mujeres, ni sus voces, ni la marca de su ropa
interior en un pantalón ajustado mientras seguía sus pasos, la curva de unas
caderas. No sé qué es una caricia. Hace dos vidas que nadie gime en mi oído. Hace
tres siglos que nadie me dice te quiero. Sin embargo…
Abren
la mirilla, es hora de comer.
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