Victoria.
Era aún bastante joven.
Y además engreído, orgulloso, inocente, cruel, presuntuoso.
Ella se llamaba Victoria y era bella, hermosa (también silenciosa, apenas hablaba, insegura de sus propias capacidades).
Nos besábamos en los asientos de atrás del coche de Javi Castilla (su padre tenía un bar en una esquina de la calle Elcano) que llevaba a su novia de entonces.
Solíamos ir a Gernika, al Puerto Viejo, a Artxanda.
Salimos un tiempo, te hablo de cuando “La cueva”, donde también alguna vez bailábamos tú y yo.
No la recuerdo.
Pero seguro que sí recuerdas que por aquel entonces era el disk jockey del tugurio de Miguel. Alternaba esto con mariposear y otras actividades típicas de mi poca cabeza de entonces.
Hasta que un día Victoria dijo No.
Intenté poner todos los medios para volver, para seguir, para no dejarlo.
Inútil, fue inútil.
Victoria había dicho No.
No me extraña.
No necesité más experiencias.
Cuando una mujer dice No es No, para siempre.
Y ya puedes dar volatines, jurar, perjurar que cambiarás, prometer el oro y el moro, hacer actos de contrición, es igual.
No volví a salir con Victoria.
Cuando una mujer dice No es No, te pongas como te pongas.
Aprendí.
La verdad, no creo que aprendieras mucho.
Después Victoria se ennovió con un chico bastante mayor que ella, se casó y actualmente es una joven abuela bella, bella, con un marido anciano que la tiene como una reina. Nos vimos el pasado viernes en un bar de la calle el Perro. Ni me conoció. Lógico.
¿Lógico? ¿Cómo te sentiste?
Es prehistoria, de eso han pasado muchos años, no sentí nada.
Pero no se me ha olvidado la lección.
Era solo un ejemplo.
Porque tú has dicho No.
Exacto, No.
¿Ves?
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