Ay, yo.
Ay,
ay, ay.
Estaba ayer firmando ejemplares de mi último libro –va por la catorce edición- en el cortinglés cuando entre la larga fila de admiradores que esperaba anhelante mi dedicatoria –a Conchi, sensible lectora nocturna, con recíproca admiración por sus poemas- pude distinguir un rostro conocido.
Continué con sonrisas y floridas palabras, besos en las mejillas a las señoras, apretones de manos a los señores, caricias en la coronilla de los niños, gesto serio y asentimiento de cabeza con los jubilados -a Jose Luis, buen amigo, con afecto-, pero vi una cara conocida, muy, que se acercaba conversando con una bella muchacha.
Hace tiempo que no la veía, desde que me fui a Madrid, veinte años, cómo corre la vida. –a Mari Vi que con su mirada alumbra estas páginas-. Ya estaba cerca, estaba seguro que no me había reconocido. Fuimos amantes, seis meses. Estaba muy guapa, no había cambiado demasiado.
Llegó, levanté la mirada.
-Hola– dije.
-¿Nos conocemos?-preguntó.
La verdad es que mi apariencia ha cambiado
mucho en estos años, aquella melena progre se ha convertido en una cabeza
desierta. -Carmen ¿no me recuerdas?, soy Andrés.
Carmen entornó los ojos, se dirigió a la
bella muchacha que estaba a su lado y con voz clara y seguro dijo -Mercedes, tu
padre, el hombre indigno que es tu padre.
Mercedes me miró con desprecio y de un manotazo tiró por los aires el libro que estaba a punto de firmar. Carmen me dio un bofetón. Una señora que estaba mirando me pegó con un paraguas. Se formó un remolino de personas que de esperar mi firma pasaron a querer mis orejas como trofeo. Los insultos arreciaban. Aquella Conchi que me miraba arrobada me tiró su libro a la cabeza. Un señor con traje gris no paraba de darme patadas en las espinillas. Los guardias jurados no intervenían. La encargada de planta miraba hacia otro lado. Corrí entre los estantes llenos de mi obra maestra –el libro- pero la multitud me siguió. Mi editor salió con disimulo. Alguien dio fuego a una pila de ejemplares. Se disparó el sistema anti-fuegos y comenzó una enérgica lluvia desde los aspersores del techo. Fuera se escuchaban las sirenas de los coches de la policía. Carmen contaba su tragedia en un corro de señoras indignadas –me dejó, embarazada, nunca me llamó, se fue, el muy...- . Las señoras me miraban, indignadas, y me tiraban lo primero que encontraban en sus bolsos, llaves, los móviles, tarjetas de crédito, rizadores para el pelo, pañuelos de seda, pintalabios, navajas de Albacete, no sé, hasta un florero me lanzaron las arpías. En mis tiempos fui subcampeón de Cuenca de cien metros lisos y aún estoy en forma, eso me sirvió para correr por las calles y refugiarme en la garita del portero, en un portal de una casa lejana. De allí me rescataron los bomberos y una nutrida fuerza policial.
Mercedes me miró con desprecio y de un manotazo tiró por los aires el libro que estaba a punto de firmar. Carmen me dio un bofetón. Una señora que estaba mirando me pegó con un paraguas. Se formó un remolino de personas que de esperar mi firma pasaron a querer mis orejas como trofeo. Los insultos arreciaban. Aquella Conchi que me miraba arrobada me tiró su libro a la cabeza. Un señor con traje gris no paraba de darme patadas en las espinillas. Los guardias jurados no intervenían. La encargada de planta miraba hacia otro lado. Corrí entre los estantes llenos de mi obra maestra –el libro- pero la multitud me siguió. Mi editor salió con disimulo. Alguien dio fuego a una pila de ejemplares. Se disparó el sistema anti-fuegos y comenzó una enérgica lluvia desde los aspersores del techo. Fuera se escuchaban las sirenas de los coches de la policía. Carmen contaba su tragedia en un corro de señoras indignadas –me dejó, embarazada, nunca me llamó, se fue, el muy...- . Las señoras me miraban, indignadas, y me tiraban lo primero que encontraban en sus bolsos, llaves, los móviles, tarjetas de crédito, rizadores para el pelo, pañuelos de seda, pintalabios, navajas de Albacete, no sé, hasta un florero me lanzaron las arpías. En mis tiempos fui subcampeón de Cuenca de cien metros lisos y aún estoy en forma, eso me sirvió para correr por las calles y refugiarme en la garita del portero, en un portal de una casa lejana. De allí me rescataron los bomberos y una nutrida fuerza policial.
Ahora,
en el hotel, mientras me curan, estoy pensando en dejar este mundo literario,
trae demasiados problemas. Me centraré en el blog.
4 comments :
Un artista siempre puede alegar pánico escénico, y firmar ejemplares solamente vía correo certificado.
O, que también es una buena idea, reconocer a todos los vástagos que vaya haciendo por ahí.
Ay, qué risa matutina!
Te está bien empleado, no por contribuir al aumento de la natalidad, sino por firmar en semejante sitio.
Un placer verte.
Ning Jie, los artistas somos así, firmamos donde queremos. Lo de los vástagos ya es otra cosa. Pero qué rencorosa esa Carmen ¿no? En fin, pues nada que así vamos, día a día. Un abrazo.
Magnolio, ¡qué sorpresa! En referencia al cuentito tú sabes que los artistas tenemos la pluma muy suelta. Así nos va. Besos, muchos.
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