Carta del amante que busca en las plazas.
Mi amada, nos encontramos, no importa
dónde, desde el primer momento en que nos vimos se encendió una luz, desde que
vi tu sonrisa y tu mirada quise entrar a un portal para besarte, tocarte, para saber
que eras real, para tener la certeza, para atrapar para siempre un momento tan
bello.
Nos encontramos, no recuerdo
si fue en aquel bar mínimo del Rossio en Lisboa donde servían ginjinha a
1 € o nuestras miradas se cruzaron frente al escaparate de Tiffanny en la esquina de la Quinta y la
57 una mañana en la que Audrey no acudió. Quizás nos buscamos en la
calle Madero en México DF camuflados entre poetas mendicantes y ciegos que
cantaban al amor con voces tan desafinadas que me fui a encontrarte en Boca del
Cielo sin saber que estabas al otro lado, en otro mar, en otras profundidades y
silbé mi soledad entre perros vagabundos en una playa del Pacífico y aves
marinas que se reían al pasar por encima del miedo a la oscuridad en una cabaña
que mecía el viento.
Sé que un día te encontré, era una
mañana de cerámica y estaba nublado, busqué tu rostro entre los cirros como un
detective de nubes, imaginándote, atribuyéndote belleza aún sin saber si eras
una entusiasta de las tortugas del Caribe, una contorsionista de un circo ruso
o una afamada cronista de la sociedad de Londres, allí donde los taxistas me
perseguían por no dejar propina y una mujer llegaba a mi cuarto de madrugada,
me contaba que había subido el precio de la langosta, que le habían dado buenas
propinas, que estaba agotada de servir mesas a ciudadanos griegos en viaje de
novios, después nos amábamos y a la mañana ella ya no estaba, siempre pensé que
era un sueño repetido, aún no sé si fue real, por eso, para no repetirlo grité tu nombre por calles y avenidas, por
los pasillos de hoteles con habitaciones oscuras, disfrazado de hombre de las
nieves te busqué sin conocerte, un ciego tanteando en el futuro, un tamborilero
que solo sabe una canción, un titiritero enredado en un cable tendido entre el
Chrysler Building y otro rascacielos sin nombre. Te encontré al final de un largo pasillo que recorrí
descifrando enigmas mientras me esperabas detrás de una puerta, temblando,
anhelante, con una mezcla de miedo y
deseo, tan bella, tan mujer, vestida apenas con una camisa blanca. Aunque ya lo
estaba, me volví más loco por ti, más cuerdo, más pendiente de tu
felicidad, colmado sobre tu cuerpo en una
cama con dosel, fascinado, tan lleno de deseo que temía convertirme en una
fiera, morderte, devorarte, tan excitado estaba, tanto, que temía lastimarte, tú, tan dulce, tan
sensible, con esa piel en la que me ahogaba de placer, explorador entre tus
muslos pero también cuidándote, meciéndote, llenándote de dulzura, mirándote
como te miro, extasiado, temeroso, para no romperte, no herirte, que solo veas
luz y amor. Me descolocas, me mueves el piso, me llevas y me traes, me tienes
entre los dedos, soy un insecto que solo puede volar a tu alrededor pero,
ayúdame, no recuerdo dónde nos encontramos, apenas sé quién eres.
2 comments :
Dice Joe que tal como escribe usted del amor parece imposible pensar que la mujer detrás de la puerta no exista. Dice Joe que esta sería una buena canción. Yo también, gracias por lo escrito. Y felicidades al que abrió la puerta.
J&E “ el genio del novelista reside —como decía Orwell a propósito de D. H. Lawrence— en «la extraordinaria capacidad de conocer por medio de la imaginación lo que no puede ser conocido por medio de la observación».
Tomado de:
Leys, Simon. “La felicidad de los pececillos.”
(por cierto, un libro que le recomiendo)
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