miércoles, 20 de noviembre de 2013

Carmen Echevarría.


Nos hemos demorado en las estancias marinas
junto a ninfas ornadas con algas bermejas y pardas,
hasta que voces humanas nos despierten, y nos ahoguemos.

(T. S. Eliot)

“Carmen Echevarría se tiró al mar por primera vez en Elantxobe.

Fue en agosto, en vacaciones, recibió la visita de Javier mientras tomaba el sol sobre las piedras del muelle. Javier era su amigo, ella le consideraba más que un buen amigo.

Las gaviotas chillaban detrás de los arrastreros que volvían de alta mar. Meciéndose sobre los botes, pacientes, los jubilados intentaban pescar calamares en la bocana del puerto.

Sentados cerca de unas mujeres que remendaban redes, Javier le dijo que la noche anterior se había acostado con su amiga Cristina. Ella se lo había pedido como un favor, no soportaba el fastidio de ser virgen pero no quería hacerlo por primera vez con un desconocido.

Sin querer escuchar más, Carmen, despacio, se quitó la ropa y de un salto se lanzó al agua. Al alejarse entre las olas, junto al acantilado, la corriente de Ogoño golpeaba su costado izquierdo, presentimientos submarinos rozaban sus muslos desnudos. Siguió nadando hasta dejar atrás la isla de Izaro y brazada a brazada disolvió en los bordes de la espuma todos los momentos que había compartido con Javier, todos los recuerdos. Incluso olvidó aquella noche en la que se abrazaron sobre la arena de la oscura playa de Ereaga. Mientras él intentaba bajarle la falda y ella le susurraba que ahí no, dos grandes perros negros les asustaron, dejándoles sin ganas de otra cosa que no fuera buscar un lugar seguro y con luz.

La noche estaba avanzada cuando regresó a otra costa, cansada pero serena; ya no recordaba quién era Javier, pero sabía muy bien quién era ella.




La vida siguió – es curioso que la vida sigue, tan rápida, indiferente a estas cosas, - y pasaron más de veinte años hasta la segunda vez que Carmen Echevarría se lanzó al mar.

Era invierno y al anochecer se dirigía al faro del brazo de Manuel, buscaban lugares apartados para pasear. La temperatura era baja, caminaban rápido, no se cruzaron con nadie. Manuel le hablaba de su trabajo, de sus hijos adolescentes, de su coche nuevo. Ella sabía que algo quería decirle y que no se atrevía. -Vas a dejarme ¿no?- preguntó, secamente. Sin mirarle a los ojos él contestó que sí. Esta vez Carmen se desvistió rápido, saltó entre los bloques de cemento del rompeolas y se perdió entre las frías y negras aguas. Manuel corría asustado, gritando su nombre,  no sabía nadar, pidió ayuda pero nadie acudió. Veía la cabeza de su amante entrando y saliendo en la revuelta corriente de la dársena, luego la perdió de vista y volvió a su casa acobardado, hundido, con el remordimiento mordiéndole las piernas y el alma.

Carmen, aterida, regresó justo al punto desde donde había saltado. Tiritando se puso la ropa y mientras regresaba a su presentida soledad recordaba todos y cada uno de los días que había compartido con Manuel. Se juró que nunca más.”



Mientras escribía este breve cuento no acababa de encontrarle sentido. No me parecía interesante, la narración no tiene ritmo y el argumento es mínimo, no se entiende por qué esta mujer se tira al agua obstinadamente, en vez de afrontar las situaciones. Lo guardé en un cajón.

Hoy lo vuelvo a leer y me sorprendo de los escenarios que escogí. Rebuscando en mis recuerdos, coloqué a la protagonista en los mismos lugares en los qué, el día que Javier me confesó su infidelidad, me lancé al agua y fui nadando en busca de mi horizonte.

Y Manuel, sé que jamás dejará a su esposa. No me lo dice pero lo noto en un alejamiento progresivo, en sus llamadas con voz desganada, en las visitas cada vez más espaciadas. Esta noche hemos quedado para ir a caminar desde el puerto viejo hasta el faro. No puedo soportar su abandono, si no es mío, de nadie. Le empujaré por el rompeolas, será él quien caiga al agua. Y no saldrá.



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