Parker y la cena
La brisa murmura en el lomo del gato negro que mira a las estrellas como si descifrase un arcano. Se escuchan ladridos en el caserío al otro lado de la colina. Con una sonrisa doliente Parker está delante de Marie, una mujer de aquellas de antes de la guerra. Ella entorna los ojos y bajo sus pestañas hay leones amaestrados, tigres dóciles y un cuervo desobediente.
Él prepara su zalagarda y con voz temblorosa dice:
—Marie, debo irme, esto… esto…
Ella protesta:
—No, calla… Quédate… Quédate… No me dejes a este lado del río…
Parker advierte:
—Pronto llegará…
Marie rezonga:
—No me lo recuerdes, no seas cruel...
En los labios de él se dibuja un encantamiento de sibilas, de cortesanas, de una emperatriz de Egipto. Busca el beso con amoroso sobresalto y tras un forcejeo turbador se pierde en el camino que lleva al río que marrulla acariciando las junqueras que ocultan ranas y ruiseñores sedientos que esquivan el fango.
Al llegar al castañar, Parker se detiene y teclea un mensaje en el whatsapp:
—Cariño, he perdido el metro, llego en media hora ¿llevo algo para cenar?
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