Miguel de Unamuno
“¿Por qué se
emborracha el vasco?”
Amigo Salaverría; siempre y en todo debemos la verdad a todos, pero mucho más se la debemos a aquellos que nos son más queridos. Usted ha escrito en este mismo semanario lo que cree ser la verdad respecto a la embriaguez de nuestros paisanos y yo, a mi vez, voy a decir lo que creo la verdad a ese respecto. Partimos, desde luego, del hecho de que el vascongado se emborracha con lamentable frecuencia y de que no debía hacerlo. Usted dice que el vasco se embriaga porque tiene necesidad de soñar, y esto me parece sofístico. Y además resulta, claro que sin quererlo usted, amigo Salaverría adulatorio. No, para soñar no hace falta emborracharse ni son los que se emborrachan los que más sueñan. La cuestión me parece complicadísima y para ser tratada por técnicos. Más aún así y todo no creo está de más que digamos cada uno lisa y llanamente, noble y sinceramente, lo que a tal respecto creemos. El que se embriaga busca un excitante y no sólo para el cuerpo sino también, y tal vez en primer lugar, para el espíritu. Y busca ese excitante grosero porque no encuentra otro. Recuerdo que Cajal decía una vez hablando de los que buscan en el alcohol un acicate para la producción mental que el mejor excitante de la inteligencia es el pensamiento mismo. Me parece, salvo mejor opinión, que se dan a beber los pueblos gastados y los pueblos sin gastar, los muy viejos y los muy jóvenes, los degenerados y los ingenerados, los que están fatigados de una larga cultura y los que acaban de entrar en ella. Y en todo caso no creo que el vasco beba para soñar. Más bien para perder la vergüenza, para sacudirse esa terrible vergonzosidad, esa “coitadez” que le ata ante las gentes. En toda Universidad en que hay un contingente de estudiantes vascongados se distinguen éstos por su afición a la taberna. Esta y el frontón de pelota son sus lugares preferidos. Y van a la taberna huyendo del café porque en aquella tienen más libertad y pueden beber y cantar a sus anchas. Usted supone, amigo Salaverría, que la afición del vasco a la música prueba su facultad soñadora. Yo siento discrepar también en esto de usted. No creo que el vasco tiene afición a la música, sino al canto, lo cual es muy otra cosa. Sin que esto sea negar que haya quienes por la vía del canto vayan a aficionarse a la música. El vasco tiene afición al canto como tiene afición a jugar a la pelota; porque es un ejercicio físico. Canta como canta el pájaro, para dar escape y desahogo a un exceso de energía fisiológica. Porque el pájaro necesita una gran fuerza vital para poder volar -ejercicio poderosísimo, y bien lo prueban los ensayos de aviación mecánica- y por eso tiene la sangre tan caliente. Y cuando no vuela, canta, como la máquina de vapor parada despide a las veces por válvula de escape su vapor. Y así canta el vasco. Pero tengo observado muchísimas veces que el orfeonista se duerme en un concierto, y no puede reputarse a los más entusiastas y decididos orfeonistas como melómanos. No canta para oír lo que canta, sino para soltar la voz como en el “sanso” la suelta. Lo demás viene luego. Todo ello, pues, lo de emborracharse y lo de cantar, y también lo de berrear, tiene ante todo una raíz fisiológica. Y es, además, para llenar un vacío. Un vacío de pensamiento, no de soñación. Sí, amigo Salaverría, hay que decirlo. Y lo tenemos que decir nosotros, los que queremos de veras a nuestro pueblo. Pueblo maravilloso y fuerte y sano pero cuya inteligencia está aun en gran parte dormida. Y hay que despertarla. En ese nuestro país hay recelo y hasta ojeriza a las formas más elevadas y sutiles, que a la vez son las más inquietadoras del pensamiento. De aquí su dogmatismo, y de aquí el éxito que alcanza toda forma simple y cortante de doctrina. El favor que el bizkaitarrismo ha hallado se debe, ante todo y sobre todo, a que es una doctrina de una simplicidad horrible y al alcance de las inteligencias más modestas. Se basa en una serie de prejuicios, de leyendas, de afirmaciones gratuitas, de errores históricos, sociológicos y etnológicos. Su fuerza consiste no en desarrollar argumentos sino en repetirlos. Y su fuerza consiste sobre todo en la casi total carencia de sentido crítico de parte de los que exponen y de parte de los que reciben la doctrina. Yo he sentido siempre, y todos mis amigos lo saben, una gran veneración hacia el carácter de Sabino Arana, que me parece fue un gran corazón. Pero juzgadas intelectualmente sus obras son de lo más lamentable que conozco. En punto a lingüística a su ignorancia en la materia se unía una pasión que le privaba de todo sentido científico. Y nunca discurría peor que cuando se esforzaba por ser sereno y desapasionado. ¡Pero vaya usted con eso a todos esos ciegos fanáticos, espíritus forjados a macha martillo, ayunos de ciencia y sobrados de petulancia! Cuando me encuentro entre ellos evito toda discusión, pues sé por experiencia que agotándoseles al punto no las razones, sino los lugares comunes que han aprendido a repetir, acuden a cerrar el puño. Lo de andar a garrotazo limpio jóvenes carlistas y jóvenes bizkaitarras es muy significativo. Cuando éramos chiquillos y en ese mi Bilbao salía alguno empleando palabras, que nos sonaban a más finas o encopetadas le decíamos: “aivá! pa que se le diga”. Y esto persiste. La generalidad, sobre todo los del “legezarra”, chacolinada y berreo, miran no ya con recelo, con inquina, a aquellos que suponen intelectuales. Los tienen por pedantes o por desdeñosos. Y conozco más de uno que ahoga su intelectualidad -no pocas veces en vino- y se finge uno de tantos beocios, halagando a estos y repitiendo sus estribillos, no más que por cobardía, por horrenda cobardía. La verdad es ante todo, y la verdad es que en ese mi Bilbao se enseña a buena parte de la juventud a odiar la inteligencia. En lo que entra por mucho la envidia. Un pueblo hay en Vizcaya en que la masa de sus habitantes -pescadores en su mayoría vivían dirigidos por un hombre inteligentísimo. Ellos eran y son honrados e incapaces de ciertas fechorías. Se reconocían inferiores en cultura y en inteligencia y se dejaban dirigir. Pero llegó allá esa doctrina simplicísima y terrible y les dijeron que pertenecían a una raza superior. Y llegaron a creer, me figuro, que el más bruto de ellos es superior al más inteligente de los de por acá. Y esa soberbia colectiva, la más barata y cómoda de las soberbias, les ha llevado a extremos lamentables. Hoy ese pueblo es inhabitable para toda persona de juicio y de independencia de criterio. La beocia desmandada se ha proclamado contra los “belarrimotzak”, y se ha dado caso de que en cuadrilla han atacado a alguno. Más de una vez hablando de los bizkaitarras he dicho; sí, los conozco; muchos de ellos han sido amigos míos de la niñez, muchos siguen siéndolo, los más de mis compañeros de escuela lo son. Buena gente... entendámonos. Si se tratara de confiarles mi caudal se lo entregaría sin recibo, y si mi mujer o mi hija tuvieran que hacer un largo viaje haría lo mismo. Pero... son muy beocios. Todo menos tratar de razonar con ellos. No discurren. Tienen empotrados en la mollera unos cuantos dogmas ya religiosos, ya patrióticos o lo que sean, y unos cuantos lugares comunes y es inútil pretender razonar con ellos. Ahí, falta sentido crítico. Se acepta cualquier especie que halague el amor propio colectivo y hallan favor todas las fantasías que acerca de la raza vasca han echado a volar personas de más entusiasmo que buen juicio. Todas son batallas de Arrigorría, o regímenes políticos anteriores al 37. Y ello de pena; de una pena grandísima. Y para cubrir ese vacío de sentido crítico y analítico, para cubrir ese vacío de inteligencia inquisidora e investigativa, para eso, me parece, es para lo que se bebe. El alcohol es un aliado de la ortodoxia, de la ortodoxia católica y de la ortodoxia bizkaitarra, y de otras ortodoxias, y es el aliado de esa terrible cobardía, de esa cobardía funestísima que reduce en ese nuestro país a la impotencia a los elementos intelectuales, que no se atreven a afrontar la burla y el encono de los beocios. ¡Pobres beocios! Tan enteros, tan noblotes, tan entusiastas, tan sanos, pero... tan brutos. Esta es la verdad verdadera; esta es, amigo Salaverría, la verdad que arranca mi amor creciente a esa nuestra noble y fuerte tierra que será grande de veras cuando se sacuda de esas trabas.
MIGUEL DE
UNAMUNO
El Coitao. Mal llamao, año I, nº 2,
Bilbao 2 de febrero de 1908, pág. 3.
Artículo
desconocido conservado por Unamuno (CMU: 3-5).
2 comments :
Sólo me sale decirte -decirle a Unamuno- AMÉN!
Porque comparto punto por punto todo lo que expone en este magnífico texto y no sólo referido al por qué beben los de Bilbao, creo que es extrapolable a todos los que como parece sucede ahí, necesitan anestesiarse para o por no pensar, necesitan desahogar esa energía sobrante cantando, porque tal cual comenta, efectivamente es lo mismo que hacen los pájaros, nunca cantan mientras vuelan , es cuando se paran cuando lo hacen y también es ciertísimo ese perfil que dibuja de quienes por no pensar, se dejan manipular por quienes les convencen de que son más y mejores que el resto, apuntando siempre a algún chivo expiatorio al que culpabilizan de sus males y problemas, envolviéndose en la bandera de turno, arropados por el grupo para envalentonarse.. En fin, que me ha encantado y te agradezco muchísimo que nos hayas regalado esta joya. Siempre me ha parecido un tipo admirable este Unamuno, intelectual y humanamente hablando. Un beso y feliz SS, PEDRO! .. ah! el poema anterior tb.. como si hubiera llegado Santa Claus en Marzo : )
María, esto va por rachas, un día Unamuno, otro, otro, yo qué sé, según me da el aire, que tampoco será por falta de cosas que contar, el tema es la permanencia, la constancia, la concordia (conmigo mismo a falta de con quién), la paciencia, la consciencia, la insistencia, el buen humor y la alegría, María. Un beso
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