Cóncavos y convexos
Tuve
una amiga (la tuve, disfruté de su generosidad, creo que fue en otra vida, un
miércoles o un jueves, no recuerdo bien) que no se reflejaba en un espejo. La última vez que nos amamos le sugerí que la postura treinta la intentásemos frente a un espejo, accedió, nos aplicamos al acto y, qué curioso, no se veía, ella estaba pero no estaba. Entre
suspiro y suspiro decía
que le daba vergüenza.
Eso me hizo pensar (después
del acto, claro, soy hombre, muy, no sé hacer dos cosas a la vez) que quizás esa vergüenza, es decir lo que venía de fábrica, el ADN, lo anterior a lo aprendido, lo
incrustado después por una educación, lo adquirido forzosamente por tantos que
nos enseñaron lo que sí y lo que no, es lo que da visibilidad a lo real. Veía a
un joven (yo, antes) pero no veía lo sublime (ella). Los dos nos lo perdimos.
Ser ciego no tiene nada que ver con ver. Compro bastón y cascabeles de segunda
mano. Razón aquí.
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