Qué te voy a contar, baby.
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me evoca un imaginado troj donde guardar los frutos del contar, de la cháchara,
confidencia, desahogo, ahogo de emociones, desbordada jarra de efervescentes
aguas que sacian la sed, que nos la dan, pasajeros de un avión que no aterriza,
que elude el polvo del volcán palmero, hospedaje entre el cielo y el infierno
con una columna en la mitad de ningún sitio, página en blanco y sin embargo en
negro, al aire, hospital de palabras heridas, morada de firmamentos, hueco con
números pintados en amarillo, el siete, el trece, calandrias cantarinas,
Guillermo (Tell) atravesando la cabeza de su hijo debajo de una manzana roja
(la saeta le entró por el ojo derecho, la historia no lo cuenta), mezzosopranos
orondas compitiendo por representar el papel de Alceste, tenores barbudos
luchando por ser Admeto, mujeres bellas intentando ser ellas mismas (no se
reconocen y se pierden en las calles oscuras de principios de diciembre),
hombres morenos con espejos en los ojos y cascabeles en el bajo vientre (no se
mueven por no agitar la superficie de la tranquilidad, el silencio, por no
hablar, más), el diez, reos condenados por el delito de soledad son absueltos y
liberados en islas desiertas ¿puede una isla vivir dentro de una isla?, Paris
como alegoría de ciudad del miedo, la ciudad, itinerarios desde un placita al
borde del Sena hasta las alturas de un clochard borracho que canta bajo el
árbol de la inmortalidad, escritores en buhardillas de hielo y el signo de la
oscuridad pintado en la frente, ya nadie distingue a los escogidos, a las
vestales, a los pastores de almas, a los vigilantes de la moralidad, a la misma
moralidad, yo no distingo ya entre escribir para contar o no tener nada más que
aburrimiento, palabras huecas y bostezos. Lo de hoy.
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