Cabras
Ni Gregg Allman ni yo hemos vuelto a ver al rebaño de cabras. Sí, aquel que pastaba (el rebaño) alrededor del Faro. Debe ser que ya solo subo (al Faro) en coche y a horas “normales”. Ahora me siento y veo al personal que va y viene, variopinto, entusiasmado como un salvaje inverso, como un Tony Soprano con sus patos. Luego bajo y me como una tortilla de patatas y añoranza. My sweet Melissa. Decía que no cuento todo, casi nada de esa fenomenología cotidiana (no nos vemos a nosotros mismos, no tal como somos), ese mirarte en el espejo y salir a cortar lirios para adornar el altar de los dioses que ciegan a L para que aun le quiera, para que la distancia no estrangule el amor y cómo explicarle que aquí escribo como un hombre primitivo, embadurnando las paredes con mis dedos mojados de nostalgia pero sabiendo que cada garabato es un grito, una afirmación, un espérame, nena, traduciendo el amarillo por miedo a la jauría de perros negros, gritando que el verde es lo contrario a la amnesia, que el blanco del silencio es pura impotencia por no salir a las calles a gritar que me dejaría cortar tres dedos por volver a aquella habitación del hotel con tambores, llorando en su pecho, amándonos mientras el sol se ocultaba en montes extranjeros y julio (quedan pocos días para terminar el mes) es este mundo deslumbrante de Siri Hustvedt que me lleva de la mano bajo nubes de lluvia y viento y ojalá hoy pueda ir a la playa para nadar en aguas de ardentía, nadar hasta la boya y al tocarla, tocar su piel morena y que sepa que sí, que cada minuto pasea por mi cabeza aunque no pueda ya contar a las cabras que esta es una carta de amor. Es posible que este material esté protegido por copyright. O no.
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