Sin regreso
Hace ya unos años dejé aquella ciudad, encalé con poético espesor la pared informe. Me dispuse a defenderla de las serpientes después de la lluvia, del chillido de los vencejos antes de septiembre, de los planos y niveles de la nostalgia aún no vencida (cautivo y desarmado, etcétera).
Enfrascado en estas tareas y en otras no menos importantes, descuidé el riego de los relojes, el riesgo del murmullo detrás de la línea donde rompen las olas y, sobre todo, el cultivo de mis jardines y facetas menos conocidas (por mí mismo).
Han pasado los meses, sin orden ni concierto, tan pronto era mayo como noviembre. El vengador está ahí, emboscado, trata de esconderse en lo oscuro pero puedo ver sus movimientos entre las ramas de la higuera. Aun así he clausurado la vigilia de la muerte, es la hora de la vida plena.
Juré que no lo contaría jamás, pero mi elección no es silencio, coloco velas cada medio metro del borde del misterio, espero la noche para encenderlas, para recordar al adolescente que fui (vano empeño, soy un hombre, libre pero lejos de aquel).
Ahora los días caminan al borde de un río luminoso, en el polvo quedan las huellas de la fortuna (llevo la relación de los milagros como cuentas de un collar de perlas, estoy seguro que nunca volveré allí).
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