jueves, 16 de abril de 2020

Vida y destino





De vez en cuando, en el vagón, Natasha, la hija del viejo doctor Karasik, detenido y ejecutado en 1937, se ponía a cantar. A veces incluso cantaba por la noche, lo que no causaba enfado en la gente del vagón.

Era tímida, hablaba siempre con una voz apenas audible, mantenía la mirada baja, sólo visitaba a sus parientes más cercanos y se sorprendía de la audacia de las jóvenes que bailaban en las fiestas.

En el proceso de selección de personas sujetas a aniquilación no fue incluida en el grupo de artesanos y médicos cuya útil vida se conservaría: a nadie le interesaba la vida de una señorita marchita de pelo ya canoso.

Un guardia la empujó hacia la colina polvorienta donde estaba el mercado. Se encontró ante tres hombres borrachos; a uno de ellos, ahora jefe de policía, lo conocía de antes de la guerra, cuando trabajaba como administrador en el almacén del ferrocarril. Ni siquiera comprendió que aquellos tres hombres eran árbitros de la vida y de la muerte. Un policía la empujó hacia una muchedumbre clamorosa de niños, mujeres y hombres, los considerados inútiles.

Luego caminaron hacia el aeródromo, bajo aquella canícula que sería la última para ellos. Dejaban atrás manzanos polvorientos al borde del camino; lanzaban por última vez gritos penetrantes, rasgándose la ropa, rezaban. Natasha caminaba en silencio.

Nunca había pensado que la sangre pudiera ser de un rojo tan vivo bajo el sol. Cuando los gritos, los disparos, los ronquidos cesaron por un instante, se oyó el susurro de la sangre en la fosa: corría sobre los cuerpos blancos como sobre piedras blancas.

Después vino un momento menos terrible: el crepitar de la ametralladora y la cara del verdugo fatigada por el trabajo, sencilla y bonachona, aguardando paciente a que ella se acercara y se colocara en el borde de la fosa susurrante.

Cuando llegó la noche, escurrió la camisa mojada y volvió a la ciudad. Los muertos no salían de la tumba por tanto ella estaba viva. Y mientras, a través de los patios, Natasha se dirigía al gueto, vio que en la plaza había un baile popular. Una orquesta compuesta por instrumentos de viento y cuerda tocaba la melodía triste y melancólica de un vals que siempre le había gustado, y a la luz opaca de la luna y los faroles, las parejas -chicas y soldados- giraban por la plaza polvorienta, y su pisoteo se mezclaba con la música. En ese instante aquella señorita marchita se sintió feliz y a salvo; y, desde entonces, cantaba con el presentimiento de una felicidad futura y, a veces, si nadie la veía, incluso trataba de bailar el vals.






Al frente de la infantería estaba el teniente Zúbarev, que antes de la guerra había estudiado canto en el Conservatorio. A veces, por la noche, se acercaba con sigilo hasta las líneas alemanas y entonaba "Oh, efluvios de la primavera, no me despertéis" o el aria de Lenski de Eugenio Oneguin.
Cuando le preguntaban qué le empujaba a subirse a un montón de cascotes para cantar, aun a riesgo de poner en peligro su propia vida, Zúbarev eludía dar una respuesta. Quizás allí, donde el hedor de los cadáveres flotaba en el aire día y noche, quería demostrar, no sólo a sí mismo y a sus camaradas sino también a los enemigos, que las fuerzas destructoras, por muy poderosas que fueran, nunca podrían borrar la belleza de la vida.


(Trad: Marta Debón)

2 comments :

LA ZARZAMORA dijo...

El segundo fragmento, es una maravilla. Desconocía a este gran Grossman. Descubrí a otro (Grossman David) contemporáneo y me impactó en su día la lectura de uno de sus libros: "Tu serás mi cuchillo". Un intercambio literario entre amantes durante una guerra fría y en caliente.

Besos maravillados.

Pedro M. Martínez dijo...

LA ZARZAMORA, este Vasili Grossman tiene una historia triste, como todas las de las personas que sufrieron esa época convulsa.
Vida y destino es un libro denso y duro pero imprescindible.

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