Mis habilidades.
No he contado aquí todas mis debilidades, tampoco algunas de mis habilidades.
Muchas son interesantes. Por ejemplo, cuando me invitan por primera vez a alguna casa –una cena, sarao, una reunión de amigos- suelo pedir permiso para, en algún momento del acto social, ponerme cabeza abajo. En un ejercicio entre el circo y lo deportivo, sosteniéndome sobre los brazos y la cabeza me planto con los piernas hacia el cielo sobre la alfombra del salón, un brazo del sofá, la mesa del comedor o el borde del balcón. Los invitados suelen sorprenderse, murmuran, los más espontáneos aplauden, algunos posiblemente critican, los anfitriones se ajustan el cuello de la camisa, todos respiran aliviados cuando me pongo en pie, sano y salvo (*). Acto seguido, aún con la cara roja, congestionado por el esfuerzo me dirijo a ellos y recito poemas de Gamoneda, canto cosas de Dylan, les invito a conversar sobre Pizarnik, Djuna Barnes o Leopoldo María Panero. Una vez pasada la sorpresa inicial, algunos acceden, charlamos y la reunión se convierte así en un acto trascendente. Más o menos.
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