El fantasma dormía en su alacena.
Estábamos
descalzos y no nos creíamos la dicha, ella entreabría sus muslos generosos y el
reloj se detenía en una hora eterna, nadie llamaba a la puerta, en su piel
estaba escrita la historia de la humanidad –lástima, solo llegué a Egipto-, sus
rincones de muérdago y nidos de jilgueros, el instante -oh, el instante- en que
degollaba sus leones, domesticaba las serpientes y todo el dolor de noches de
ceniza fingiendo ser la que no era.
El fantasma dormía en su alacena.
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