lunes, 21 de noviembre de 2016

El fantasma dormía en su alacena.




Estábamos descalzos y no nos creíamos la dicha, ella entreabría sus muslos generosos y el reloj se detenía en una hora eterna, nadie llamaba a la puerta, en su piel estaba escrita la historia de la humanidad –lástima, solo llegué a Egipto-, sus rincones de muérdago y nidos de jilgueros, el instante -oh, el instante- en que degollaba sus leones, domesticaba las serpientes y todo el dolor de noches de ceniza fingiendo ser la que no era.

El fantasma dormía en su alacena. 

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