La Mujer y un Monstruo
Tal y como decía ayer, Jack Arnold rodó en Florida “La Mujer y el Monstruo”.
Esta película está basada en mi vida y me molestó mucho que nadie me hubiera siquiera consultado.
También me molestó el cambio de la ubicación de los hechos, no sucedió en el Amazonas sino en Andalucía.
Lo voy a contar, aunque si no habéis visto la película pierde mucho interés. Os recomiendo buscarla en algún cine de barrio. O en you tube. En fin.
Todo ocurrió cuando yo era Kay Lawrence, este era mi nombre artístico, mi nombre verdadero entonces era Julie Adams. Al advertir la presencia de unos yacimientos que podrían tener un gran valor a nivel científico, gracias a mis conocimientos sobre fósiles, fui invitada por los doctores Edwin Thompson y Carl Maaia a una expedición por el río Guadalete.
Procuraré resumir. Que mientras los más jóvenes picaban la arena y la tamizaban en las riberas, los doctores, Paco el guía y yo misma estábamos nadando, comiendo embutidos de la zona y bebiendo manzanilla. Un mozo de una localidad cercana que vagabundeaba por allí se prendó no sé si de mí o de mi cuerpo serrano. Era muy feo, la verdad, con unas cejas que le cubrían media frente.
El caso es que este muchacho andaba todo el día chapoteando y nadando a crawl al lado del bote de remos donde acostumbraba a tomar el sol con mi bikini verde. Los doctores se encelaban, no tanto por protegerme de la fealdad del bigardo sino por su ilusa exclusividad sobre mi persona.
Total que una tarde especialmente calurosa estaba en el agua, a mi aire, brazada aquí, brazada allá, cuando sentí un roce en los muslos. Me inquieté, el doctor Thompson, Edwin, estaba iniciando un tocamiento en toda regla de mis extremidades inferiores con acercamiento a mis glándulas mamarias. Del susto me desmayé.
Al despertar estaba tendida sobre mi camastro, anochecía. Me sorprendió el alboroto que reinaba en el campamento, el personal estaba muy revuelto, se había corrido el rumor que el chico feo había intentado abusar de mi inmaculado currículo. También me sorprendió mi desnudez debajo de una fina sábana, qué delicados y sensibles podían ser los científicos.
Todo el campamento se puso en pie, armados con los mangos de los picos, con las palas, con todo tipo de herramientas, salieron en tropel en busca del admirador que vejaba, el cual, inconsciente de estos hechos, fumaba con tranquilidad un cigarrillo debajo de un olivo cercano.
El campamento quedó desierto, silencioso, en la soledad de mis reflexiones rezaba para que no fueran muy crueles con aquel muchacho.
Un ruido me sobresaltó, una sombra se deslizaba por el exterior de la tienda de campaña, se abrió la cremallera y asomó el rostro del doctor Maaia, Carl.
El doctor entró y se abalanzó sobre mí. Yo grité, lejos de desanimarle, quiso abrazarme, clavé mis uñas en su rostro, él gritó y se apartó un paso atrás.
En ese momento otro rostro asomó por la abertura de la tienda. -Oh, el doctor Thompson, Edwin-dije. -¿Qué haces aquí, maldito?- masculló Carl. Y de la misma comenzaron un forcejeo que derribó camastro, enseres y los pocos fósiles que habíamos conseguido catalogar.
En aquella confusión asomó un tercer rostro, Paco el guía quiso sumarse al aquelarre. Entró y la emprendió a mamporros con los doctores, los doctores entre ellos y contra él, yo contra los tres. Un maremágnum de puñetazos, patadas, insultos, confusión. A duras penas podía pegarles y cubrir mi cuerpo con aquella sábana de lunares, pero eso sí, gritaba como gritan las heroínas de películas de serie B, o sea, mucho, alto.
Por si fuera poco todo este alboroto, un cuarto rostro asomó, unas cejas desbordadas cubrían su frente, era él, mi enamorado, mi salvador. Salí de la tienda y agarrada a su mano férrea corrí y corrí por aquellos sembrados, entre vides y olivos.
A lo lejos brillaban las teas de la partida de voluntarios qué, en vano, habían buscado al muchacho. Al volver al campamento se encontraron a los doctores heridos y golpeados, a Paco sangrando profusamente por una herida en la cabeza. Llenos de ira elevaron sus gritos a la luna, pensaban que mi enamorado, él solo, había sido el salvaje que los había dejado en ese estado.
Vale, este relato se está dilatando demasiado, termino.
Justo cuando el joven de cejas espléndidas estaba intentando despojarme de la sábana que cubría mis sinuosas curvas mudé, comencé el enésimo cambio de personalidad. Se había cumplido mi ciclo Kay Lawrence, incluso mi ciclo Julie Adams. Sufrí una serie de agudas convulsiones y torné a mi yo primigenio, con mi bigote, mis largos y lacios cabellos rubios, mis músculos descontrolados, mi mal humor habitual. Cegado por la ira que ciega mis actos, de forma violenta e irreflexiva golpeé una sola vez al cejudo, fue suficiente. A grandes zancadas volví al campamento y en el mejor estilo Jackie Chan mis puños parecían molinillos, los doctores saltaban por los aires, mis piernas rompían piernas como cañas ribereñas, una niebla de sangre cubrió mi frente y todo fue un ay. Ay.
Y va Jack Arnold y copia mi vida, vaya morro, si no puede uno estar a todo. Es viernes, ya vale, enseguida el fin de semana, muack.
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