Los experimentos de la Unidad 731.
Toma mi mano.
Acaríciala con cuidado.
Está recién cortada.
Acaríciala con cuidado.
Está recién cortada.
(R. Gómez Jattin)
Como un arpón de músculos y olores estamos en martes, un miura de 495 kilos, negro entrepelado, marcado con el número 21, de nombre Islero aunque él no lo sabe, tampoco sabe que lo que ocurre aquí no ocurre, pero cierro los ojos y huimos del verano y de nosotros, cobarde retirada de los hielos, puerta cerrada a las tardes solitarias, noticias de muerte, apenas recuadros en la prensa, para Navidad alas de ceniza nos elevan, Valente reposando entre poemas rotos y en eso llega la Unidad 731 y sus científicos experimentos, disecciona hombres vivos, congela enemigos para saber cómo se muere así, con frío, por ingestión de cianuro, por veneno de serpientes, cuanto se resiste al botulismo, a la brucelosis, a la disentería, al ántrax, a la maldad de saber los límites del dolor, del miedo, bah, son solo chinos (dicen ellos) mientras emprendo una carrera de obstáculos y aprendo que no hay nada más dulce que unos labios de mujer (aventuras en la última fila del cine de verano), que el corazón se rompe sin remedio, sin cura (dolor en las rodillas del cabello), y después -hace tanto- que cuando ellas dicen “no” es para siempre (logaritmo preciso en mente ilusa), que el camino es largo y ni lo intuyo (hedor bajo la cama del ahogado), que aún no he empezado a conocerme, no consigo superar mi propio límite (corceles impetuosos ente nubes), así que, viajando, aprendí que una mujer andaluza es otra dimensión (Córdoba en rama), abrí la puerta de mi mismo (Elena me dio la llave) y entré dentro (frío saludo en el funeral) y Londres solo fue un pretexto, apenas un pueblo grande donde todo es posible (no sé si sus calles tienen falo) hasta que regresé y supe que el amor es cosa de dos (sangraba la roca en Sopelana), también que la capacidad de equivocación es infinita (esto aún lo estoy aprendiendo, voy en el capítulo 1601), atrás y adelante, eficaz máquina del tiempo con dos centavos (se inundó de luz la madrugada) y entonces recordé a María Goretti, a Fernando Quiñones, John Kennedy Toole, a Georges Perec, Borges sonríe y...
Y...
Y...
...varios años después...
descubro que soy un hombre afortunado.
Ingenuo, pero afortunado.
descubro que soy un hombre afortunado.
Ingenuo, pero afortunado.
(En alguna parte, mientras escribo en este lunes luminoso y bello, se me ha ido el santo al cielo. Y nunca mejor dicho. Ahí sube con su corona y su sonrisa lela. No le disparen. O sí, les presto mi pistola)
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