lunes, 6 de agosto de 2012

Lecturas de agosto 1


PRESENTACIÓN DEL EDITOR

La  conveniencia  y  el interés—que  juzgo extremo—de  editar a fecha  de
hoy estas Memorias de Albert Speer no se desprende del hecho de que su
autor haya sido considerado por algunos un «nazi bueno», ni tampoco de
la  creencia  de  que se trate  de  un gran arquitecto al que, olvidado, haya
que  reivindicar. Como arquitecto fue, a  mi entender, poco brillante, y
como nazi no fue  mucho mejor que  cualquiera  de sus correligionarios.
Ninguna de estas causas pues justificaría la pertinencia de acordarse de su
existencia ni de su libro. El interés de sus memorias, su extraordinario
interés, nos salta a la vista a poco que las veamos en la justa medida de lo
que  nos ofrecen, que  es un documento, probablemente  uno de los más
valiosos, sobre el tercer Reich alemán.

No solamente  es un diario apasionante de lo cotidiano desde los
entresijos del régimen, escrito además por alguien que  los vivió
directamente, sin intermediarios y  desde  una  posición privilegiada—con
lo que nos ofrecen una perspectiva inusual y cotidiana de Hitler que nos
ilustra sobre  detalles de  extraordinaria significación y  alcance—; no nos
da  solamente  cuenta  de  algunos pensamientos del dictador de  enorme
interés, más por su proyección hacia  lo público que  por su valor
intrínseco: es también, y  quizás entre  otras cosas por todo lo apuntado
hasta aquí, uno de los escritos más demoledores sobre el nazismo. Por si
esto fuera  poco, en este  libro se  han basado la  inmensa  mayoría  de
estudios que se han ocupado de este infausto período histórico.

Llegados a  este  punto, podríamos preguntarnos sobre  la  pertinencia  de
editar de nuevo el Mein Kampf, de Adolf Hitler, o cualquiera de los otros
textos escritos por los jerarcas del nazismo o de cualquier otra
dictadura—el Libro Rojo de  Mao, por ejemplo. Sin duda los dos son
también documentos históricos, pero en un orden de cosas absolutamente
distinto del presente. Dicho de otro modo: ninguno de los dos habría de
tener cabida  en el catálogo de  Acantilado. Y ello por un motivo básico:
ambos son textos programáticos, destinados a reclutar seguidores. Ambos
pretenden dar forma  y  articular ideológicamente proyectos políticos, que
tuvieron además—aunque  esto no sea  ahora  lo que  más deba
importarnos—terribles consecuencias.

El interés contemporáneo de disponer de un ejemplar del libro de
Hitler, o del de  Mao, entiendo que se nos muestra  solamente  en los
seminarios de  historia  contemporánea  de  las universidades, y  ello para
uso de sus investigadores. Poco espacio habrían de tener en un catálogo
en el que  se  impone la  reflexión y  la  memoria  del pasado. Memoria,
huelga  decir, sobre lo que ha  configurado y configura nuestro presente.
En los casos a  que los dos libros citados refieren, la única memoria  que
les reclamaremos es aquella que pueda evitar su repetición. Y aquí es
donde el libro de Speer nos puede ser de extraordinaria utilidad.

Elias Canetti, bien poco sospechoso de simpatizar con el dictador y sus
gentes, escribió en La conciencia de las palabras que  el único modo de
ponerse en guardia contra la posible aparición de un nuevo Hitler, al ser
éste distinto en su aspecto exterior del precedente, es conociéndole en su
más honda realidad. Y es así que, a través de este libro, podremos ver con
toda precisión, afirma Canetti, cuáles son las bases sobre las que  se
sustentó la locura hitleriana. En la frecuentación del dictador a lo largo de
sus más de novecientas páginas nos vamos familiarizando con los puntos
básicos de su ideología  y sus pretensiones, así como con su entorno más
inmediato, el de un grupo de zafios personajes con reducida capacidad de
análisis pero con una enorme capacidad de  acción. Sus estrategias son
aquí puestas a  la  luz con inteligencia  y  perspicacia. Esas novecientas
páginas nos familiarizarán pues con la  máquina  del totalitarismo. Este
hecho solo, serviría para explicar la necesidad de que los lectores puedan
disponer de un libro como el presente.

Pero no es ésta  su única  virtud. Si algo parece también
incuestionable es que la locura hitleriana tuvo en el eficacísimo Speer un
brazo ejecutor de enorme capacidad. Es quizás en este punto en el que, a
mi entender, el libro se hace más útil para  el mundo contemporáneo. El
nacionalsocialismo no gobierna  hoy, pero algo de lo que  nos cuenta
Speer en su libro se nos hace dolorosamente presente. Y es así que  nos
servirá, no ya  solamente  como un documento de primer orden para
entender el pasado y poder prever el futuro, sino, también y en medida no
menor, como herramienta para  ver con toda  claridad la  herencia  que el
nazismo y la maquinaria nazi han dejado en nuestros días.

En un momento de sus memorias, Speer recuerda una anécdota
enormemente esclarecedora. Siendo ya ministro de armamento del Reich
y  en plena guerra, un artículo aparecido en el Observer inglés del 9 de
abril de  1 9 4 4 le preocupa, puesto que puede indisponerle  con Hitler.
Dice Speer que, adelantándose a  que  alguien pudiera  hacerlo antes,
«entregué a Hitler una traducción de este artículo haciendo a la vez unas
cuantas observaciones jocosas.

Hitler se  caló las gafas con cierta  torpeza y  comenzó a  leer:
«Speer es hoy, en cierto modo, más importante para Alemania que Hitler,
Himmler, Göring, Goebbels o los generales. En realidad, todos ellos no
son sino colaboradores de  este hombre, que  es quien realmente dirige la
gigantesca máquina bélica y saca de  ella  el máximo rendimiento. Vemos
en él la precisa materialización de la revolución del ejecutivo. Speer no es
uno de  esos nazis extravagantes y  pintorescos. De  hecho ni siquiera  se
sabe si tiene  opiniones políticas. Se habría podido adscribir a cualquier
otro Partido político, si hacerlo le hubiera servido para conseguir trabajo
y  una  carrera. Es un prototipo destacado del hombre medio, triunfador,
bien vestido, cortés, incorruptible. Su estilo de  vida, con esposa  y  seis
hijos, es característico de  la  clase  media. Speer se  asemeja  a  algo
típicamente  nacionalsocialista  o típicamente  alemán muchísimo menos
que  cualquier otro líder alemán. Más bien simboliza  un tipo de  hombre
que se  está  volviendo cada día más importante  en todos los Estados que
participan en la  guerra: el técnico puro, el hombre  brillante  que  no
proviene de  una  clase social ni tiene  antepasados gloriosos y  cuyo único
objetivo es abrirse camino en el mundo gracias a  sus facultades como
técnico y  organizador. Precisamente  su falta  de  lastre  psicológico y
anímico y la desenvoltura con que maneja la temible maquinaria técnica y
organizativa  de  nuestro tiempo hace  que  esta  tipología  insignificante
llegue tan lejos en nuestros días. Este  es su tiempo. Puede  que  nos
deshagamos de los Hitler y  de  los Himmler, pero los Speer, sea lo que
fuere  lo que  pueda  pasarle  a  este  en particular, seguirán mucho tiempo
entre nosotros.»

Hitler leyó el comentario con toda  calma, dobló la  hoja y me  la
devolvió sin despegar los labios, pero con mucho respeto. Hitler, en
efecto, debía  respeto al hombre  que  supo llevar a  la  práctica  con
competencia  y  en un tiempo récord  sus proyectos de  orden
arquitectónico, y  quien, además, en las peores circunstancias de  guerra,
pudo mantener viva  una  extraordinaria  maquinaria  bélica  con el
armamento y la munición que, sorteando esas circunstancias, fue capaz de
proporcionarle.

Sorprende ver la frialdad con que Speer es capaz de hablar de sus logros
en este terreno, e incluso la poesía con que describe alguno de ellos en el
ámbito de la técnica al servicio de la destrucción, como el despegue de las
primeras bombas volantes que  el tercer Reich envió sobre  Londres. Se
diría que los aspectos destructivos y mortíferos de sus armas hubieran de
quedar en un segundo plano, sin presencia real, ante  el hecho seguro de
su precisión mecánica  y  lo admirable de su soluciones técnicas. La
eficacia por encima de la moral. En todo ello, Speer precede y da cuerpo
a la figura de aquel ejecutivo contemporáneo que piensa solamente en los
beneficios que pueda generar su gestión, despreocupándose de los costes
que  pueda  tener en el ámbito de  lo humano. Speer afirma  en estas
memorias no saber nada  del holocausto. Elias Canetti lo cree  posible.
Importa  poco que nosotros lo creamos o no, puesto que el holocausto
está  perfectamente  presente  en todo el libro, aunque  no sea  ni tan sólo
nombrado. Tan sólo es tenuemente  aludido, y  ello aun al final del
volumen. Pero el holocausto está presente en el desprecio por lo humano
que trasciende lo privado, en la despreocupación por los efectos de  una
maquinaria  que  Speer ayudó a  mantener perfectamente  engrasada y a
punto.

La auténtica perversidad de Speer se encuentra probablemente en
la  disponibilidad  total de  un técnico de  alta  calificación como él para
llevar a cabo sin vacilación y  con la  máxima eficacia las órdenes de  un
canciller que a nadie puede llevar a engaño, y al que es capaz además de
percibir también en lo más perverso de sus planes. Es cierto que Speer—
como tantas otras personas inteligentes, y me saltan a la memoria Igmar
Bergman y Ernst Jünger— se sintió de entrada fascinado por Hitler. Y que
hubiera  ido con él hasta  el fin del mundo. Es cierto también que  es
solamente  al final del libro cuando nos habla de sus dudas, así como de
una  cierta  oposición al dictador. Y, sin embargo, desde mucho antes ha
podido dar cuenta  de  sus debilidades y  sus obsesiones con auténtica
penetración psicológica. Desde  casi siempre  habrá  podido intuir, pues,
que no es más que el brazo ejecutor de una mente enferma y limitada, a la
que provee de un instrumento, su inteligencia, y con ella su capacidad de
organización y  eficacia  ejecutiva. Y, sin embargo, no duda ni un instante
en obedecerle, sin preguntarse por el sentido último de estas órdenes ni
tampoco sobre sus consecuencias. Claro que Speer es muy joven
—bordea los treinta  años—cuando entra  al servicio del dictador, y  que  las
responsabilidades que  se  le  ofrecen superan con mucho las mejores
expectativas de  un profesional de su edad, pero su participación fue
demasiado significada  para  pasarla  por alto atribuyéndola  a  la simple
inexperiencia o a la falta de atención.

Sin duda, si algo lo define  es la  ambición ilimitada. Y esta  es la  peor
herencia que nos ha  llegado de  uno de  los momentos más convulsos y
brutales del siglo pasado. Y es esta  ambición la  que  hoy  vemos como
extraordinariamente  peligrosa  en un mundo en el que puede llegar a
aceptar y justificar situaciones paralelas a las descritas. De ahí el poder de
antídoto de este libro. Más allá de  la  curiosidad, nos ilustra sobre lo no
inmediatamente perceptible que nos acecha desde las puertas del horror.
No buscamos en este  libro al nazi bueno. Vuelvo al principio:
buscamos—y encontramos de sobras—la cara menos evidente del horror.

© Jaume Vallcorba (2001)



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