Lecturas de agosto 3
Un roedor de palabras
· Sam Savage
Sam Savage, un antiguo y valleinclanesco profesor de filosofía de Yale, pescador de cangrejos en South Carolina, mecánico de bicicletas y escritor frustrado, un alternativo con la cabeza muy bien amueblada, se autorretrata como un ratoncito de Boston que se alimenta de los libros que se apilan en el sótano de la librería de viejo Norman y que aspira a convertirse en un gran autor, todo un irónico y tierno homenaje a los lectores empedernidos de buena voluntad (que no a las ratas de biblioteca), y poderosa metáfora de las virtudes redentoras de la lectura.Firmin, librito delicioso donde los haya, también es un viaje iniciático por el mundo del libro y de la ficción de la mano de su insólito protagonista, y una máquina de guiños literarios sin duda estimulante, que se pone en funcionamiento en la primera página, cuando el ratoncito Firmin, cónsul de las letras bautizado no por azar como aquel Geoffrey Firmin de Bajo el volcán, de Lowry, se obsesiona con el comienzo de la crónica de su vida que está componiendo en su cabeza, reclama para sí el talento de tipos como Nabokov, capaces de abrir una novela con frases brillantes como "Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas", saca del cajón el viejo tópico del escritor bloqueado y de los beginnings, y arranca su extenso monólogo interior desde las catacumbas de la soledad, la marginación -rata que veas leer, déjala correr, se dicen sus congéneres- y el lento aprendizaje de la decepción (uno de sus arranques favoritos es aquel impactante "ésta es la historia más triste que jamás he oído", de El buen soldado, de Madox Ford), un monólogo que Savage construye sobre el modelo del primer capítulo, 'La ratonera', de lasMemorias del subsuelo (1864) de Dostoievski, la crónica personal que un proscrito le cuenta a un lector imaginario en un apóstrofe de doscientas páginas.
Firmin vive literalmente de los libros, que digiere a la vez en su estómago y en su cerebro, convirtiéndose de forma paulatina en un humano encerrado en el cuerpo de una rata, que reescribe el Retrato del artista adolescente (en inglés leeríamos en realidad A portrait of the artist as a young rat), y que a fuerza de morder y deglutir páginas se vuelve un crítico literario de envidiable talento, capaz de atropar autores como Carson McCullers, el Joyce de Finnegans Wake, Tolstói, George Eliot, Proust o el Dickenks de Oliver Twist, con cuya legendaria desgracia siente empatía el bueno de Firmin, a la vez que suscribe con ironía la necesidad de un canon (repitiendo una y otra vez "éste es uno de los Grandes") y pasa revista con delicioso humor a los tópicos del mundillo literario, el bourbon hasta altas horas junto a una Underwood, autores firmando ejemplares, ediciones de bolsillo del Henry Miller más obsceno llegadas por contrabando desde París o editores rechazando magníficos originales de tres al cuarto. El monólogo de Firmin atraviesa párrafos de divertida dietética libresca -¿Scott Fitzgerald tal vez más agridulce que D. H. Lawrence?- y de una entrañable picaresca de la supervivencia que une a nuestro roedor de palabras con las tribulaciones de Lennie y de George, aquellos roedores de mendrugos de De ratones y hombres (1937), de Steinbeck. Firmin no soporta ni a Micky Mouse ni a Stuart Little (con Ratatouille, en cambio, harían sopa de letras), pero se tratan como hermanos con el infalible librero Norman ("nunca le ponía Peyton Place en las manos a alguien que habría sido mucho más con El Doctor Zhivago") y traba una amistad de cuento de hadas con el rechoncho Jerry Magoon, un escritorcillo de ciencia-ficción con el que escucha a Charlie Parker a todo trapo y ve películas en tecnicolor, y que recuerda sin esfuerzo a Kilgore Trout, aquel estrafalario escritor de serie B concebido por Kurt Vonnegut, cuya obra, con la farsa de la creación que tituló El desayuno de los campeones a la cabeza, estuvo muy presente en la memoria de Savage mientras redactaba Firmin. Nuestro letraherido ratoncito quisiera ser personaje de todas las novelas que le han encandilado y, como Alicia en el País de las Maravillas, ve en la ficción una válvula de escape de la rutina de la vida, nos contagia sin remedio esa visión y, siendo en ocasiones Anna Frank y a veces Fred Astaire, disfrazándose de Gatsby y de bostoniano de Henry James vuelto del revés, Mr. Firmin nos conmueve para siempre con sus lecciones de humanidad, sentido del humor y aguda sátira de nuestro loco mundo, nos empuja a leer aún más y nos impide volver a gritar ¡malditos roedores! -
Tom Sharpe es un autor que siempre sé que me va a gustar. Socarrón, cachondo, delirante, completamente desprendido de todo tipo de "buenas formas", políticamente incorrecto, es un auténtico "destripador" de cualquier case de convención socialmente aceptada.
Las más de sus novelas están centradas en sudáfrica, (donde residió hasta que le expulsaron del país), y carga constantmente contra el racismo, el apartheid, la subnormalidad de las clases altas, la imbecilidad de la tradición inglesa, etc...
En reunión tumultuosa, vuelven a la carga tres de sus personajes recurrentes: El Kommandant van Herden, un inepto y tontorrón jefe de policía obsesionado con todo lo que huela a inglés; el Liutenant Verkramp, un teniente trepa, racista, que odia cualquier tipo de manifestación sexual y al que todo el mundo le parece un sodomita despreciable; y el Konstabel Els, un agente de policía con más destreza que nadie en el uso de cualquier arma, con una mentalidad de psicópata y un ansia constante de a) torturar y/o asesinar a cualquier cosa que se mueva y b) violar mujeres negras.
Así, desde un comienzo apoteósico en el que tras un increíble crimen pasional perpetrado por una señora de la alta sociedad inglesa, el Komandant van Herden la lía increíblemente parda en casa de la susodicha con afán de intentar que no se manche el ¿buen? nombre de la señora, el libro es de sonrisa casi constante y más de una carcajada, debido al humor irónico, crítico, descabellado, ácido y muy muy negro de Sharpe.
El asiento del conductor es una novela corta que gustará a los aficionados a las novelas de Patricia Highsmith, Ruth Rendell, Amélie Nothomb, Iris Murdoch o el primer McEwan. Eso sí, con menor psicologismo, lo que en ciertos momentos la hace más perturbadora, porque nunca entendemos lo que está ocurriendo, lo que se nos está contando. Una narración malvada y misántropa –cualquiera de las personas que nos rodean puede ser nuestro amante o nuestro asesino- narrada sin aspavientos con una incorrección política que hoy se echa mucho de menos, incluso entre las narradoras más atrevidas. Publicada en 1970 y creo que inédita en castellano hasta la presente edición, fue finalista en el curioso Lost man Booker Prize –que se entregó el año pasado para compensar el de aquel año, nunca convocado-, y le hace al lector (no a todos, claro; a mí me ha ocurrido) reflexionar sobre los mecanismos de autocensura de los escritores actuales. Hablamos de Muriel Spark, una autora muy popular en la Inglaterra de los años 60, autora de La plenitud de la señorita Brodie o Las señoritas de los escasos medios. Por lo tanto, nada de exquisiteces intelectuales o vanguardismos minoritarios. Y sin embargo, el libro demuestra por contraste que en estos cuarenta años hemos ganado en ñoñería y miedo lo que se ha perdido en chispa y provocación (en cambio, diversas performances del tedio son proclamadas como provocaciones literarias).
Spark narra con agilidad y cierto reduccionismo descriptivo, que a la postre se revela eficaz puesto que te obliga a seguir leyendo y penetrar en el círculo mental obsesivo de Lise, una protagonista de la que no sabemos nada, que elige un vestido hortera en la Inglaterra del swinging london antes de iniciar un viaje a Italia, al encuentro de algo que sólo se revela al final de la novela. Hablar de El asiento del conductor y transmitir lo más interesante de su concepción estructural es muy complicado sin destripar su final (que se conoce desde un principio, pero sin poder imaginar cómo es ese final, otra genialidad de la novelita), pero cuando llegamos a él adquieren un sentido completo todas las conversaciones intrascendentes que lo han precedido, con una Lise a la deriva en un país extranjero, buscando una completa despersonalización. Su periplo es una suerte de invocación suicida.
Y el holocausto de Lise está narrado como el camino que un condenado a morir fusilado hiciera hacia atrás, en busca del muro tras el que ya no hay salida, añorando lo que llegará. Desde la escena inicial de la compra del vestido, la historia es una suerte de narración llena de analepsis que no se narran, que no son incluidas en el texto pero influyen sobre él, de modo que es su fuerza elíptica lo que provoca la extrañeza del lector y, a la postre, la fuerza perturbadora de su final.
Eso sí, me veo obligado a advertir algo antes de acabar: no es aconsejable regalar este libro por Sant Jordi a vuestra novia, a menos que la conozcáis muy bien. O mejor, ni siquiera si creéis conocerla. Porque, desengañaos, nunca la conoceréis del todo. Palabra de Spark.
Eccehomo: el efecto birria
Una anciana protagoniza el culebrón del verano con una obra de arte irrelevante
El caso representa la victoria de la banalidad en un mundo infantilizado y cínico
Desde el principio mismo del periodismo, todos los veranos se ha ofrecido a los lectores algún sonado culebrón que, sin ser falso del todo, resultara especialmente distraído. En el pasado los veranos carecían, en general, de noticias bomba (olvídese Hiroshima) y en la vacación crecían toda clase de monstruos del Lago Ness que suplían la falta de otras carnazas mediáticas.
La Gran Crisis, sin embargo, con su incesante superproducción de apocalipsis habría bastado este año para llenar las enflaquecidas páginas de los diarios, pero hastiado ya el público de tanta amargura económica una menuda anécdota risueña como la birriosa restauración del Ecce Homo en la iglesia de la Misericordia de Borja, en Zaragoza, ha dado la vuelta al mundo.
Simultáneamente a esta cómica peripecia a cargo de una anciana tan beata como inocente han ocurrido millones de hechos tanto o más chistosos en todo el planeta. La razón, no obstante, de que haya cundido esta historieta en Internet y a lo largo de más de 130 países no es otra que el efecto explosivo del bodrio actual que lo mismo hace un tesoro de un best-seller que una carga nuclear de un error económico o político. En definitiva, todo depende de la misma arbitrariedad de un mundo sin orden moral o cultural y de su consecuente capacidad para convertir sin mesura un particular desajuste en general epidemia.
Pero siendo esto así, el hecho de que precisamente una abuela protagonizara el actual estropicio aumenta el interés del caso. Los jóvenes no interesan ya como interesaban: no solo se encuentra parados en más del 50% dentro de España sino que, en general, se les tiene por una generación perdida. Perdida y no hallable en ningún templo de sabios. Perdida en el seno de la crisis y desacreditada como alternativa a casi todo. Ahora, inesperadamente, son los viejos, desde Hessel a José Luis Sampedro, desde Bauman a pintoras suprematistas, quienes llaman la atención como alternativas. No es seguro que sepan mucho más respecto a los remedios ni sirvan realmente como opciones eficaces, pero la palmaria ineficiencia de las nuevas generaciones contribuye a su visibilidad y a la fe en sus mensajes.
El caso de Cecilia Giménez, la apasionada y humilde pintora aragonesa que con su audacia ha causado el mayor daño imaginable (imaginario) al ya torturado Ecce Homo que pintó en el siglo XIX un mediocre artista de Requena no tiene importancia artística alguna. Más bien si se trata de explicar su clamoroso éxito en las redes sociales y desde Le Monde al New York Times online lo significativo es la victoria de la máxima banalidad en el centro de lo sublime. La mofa involuntaria de lo divino trufada, sin embargo, de la más acendrada fe.
En el conspicuo circuito de la estética, lo feo muy feo llega a derivar en lo grotesco y lo grotesco se emparenta, al final, con lo risible. De modo que lo que fuera un malestar para el alma pasa a ofrecerle un bienestar y de provocar rechazo llega a suscitar simpatía. Ocurre, de modo parecido, con lo solemne o tenido por excepcionalmente sagrado. Su probable exageración lo aproxima a la grandilocuencia y lo que parecía muy lleno gira hacia lo vacuo.
Casi todo esto lo ha logrado involuntariamente la buena Cecilia. Su afán de embellecer un Cristo deteriorado por la humedad y el salitre ha producido, como efecto de su santa audacia, una irreverente caricatura del Hijo de Dios, más feo que Picio.
¿Blasfemia? La blasfemia ha perdido relevancia social, aunque a la Iglesia todavía le sirva para teatralizar escándalos. La Red, como patrón general del nuevo y extraño valor de las cosas, es el nuevo Dios sin religión alguna. Todos los blasfemos, empezando por Madonna y siguiendo por el modo de cocinar al Crucificado, son necesariamente religiosos. Tienen en su ánimo la intención de profanar porque todavía son creyentes. La Red no es ni Dios ni el Anticristo. Liga sin religión.
En este caso y en todos los demás la Red goza con los enlaces y posee una naturaleza tan peculiar e inédita que en su malla se va conformando un ciudadano imprevisto. Contra la idea de que el mundo se ha infantilizado y el adulto se comporta ahora como un niño, la red pone de manifiesto un modelo de individuo que, tras la cultura de consumo, se ha convertido no en un tipo pueril sino, ante todo, cínico. Al niño (infans) se le conoce porque no puede hablar, pero el ser de la Red es ante todo locuaz, expresivo y facundo. La Red no es sino una textura vibrante, tan ensordecedora como zumbante.
Desde ese medio el hecho se propaga a través de una dinámica multípara. El ejemplo actual del miedo difundido y contagiado a todo el mundo lo rubrica. Se extiende en lo económico como una sustancia que lo embadurna todo. Pero no pega entre sí a los individuos sino que, por el contrario, los distancia. Crea desconfianza y multiplica la inquietud. Frente a esa fuerza del pavor, el humor es su antagonista. Mucho miedo, demasiado miedo a granel, llevaría —como sucede en no pocas películas de terror— a la histeria de la risa. Pero un miedo bien administrado como en estos tiempos de crisis segrega un caldo nauseabundo. Mientras el miedo ahuyenta, el humor aproxima.
Ellos son los dos grandes factores de la comunicación, tal como la red patentiza de distinta manera. La publicidad, todo el marketing, conoce de sobra la importancia esencial de hacer reír y el poder político se fortalece en hacerse temer. Mientras el miedo captura, el humor cautiva.
Millones de otros sainetes, cómicos o pánicos, podrían haber sido protagonistas del culebrón veraniego. Si a este le ha tocado la lotería (aunque la autora ha sido internada con espasmos de ansiedad) es porque la lotería toca y de su posible efecto inesperado nos contagiamos todos.
¿Derechos de propiedad intelectual? No es el asunto más grave pero sí altamente representativo. Toda copia, y tanto más cuanto peor es, descubre la debilidad o los defectos estructurales del original venerado. Como consecuencia, el original queda vergonzosamente al desnudo. El mito desmitificado.
El nuevo tipo humano que se deducirá de la Red y tras haber sido adiestrado intensamente en la cultura de consumo y en el ejercicio de la copia será, probablemente, más cínico, más irónico y, a la vez, más planetariamente urbano.
Lo universal puede traducirse en una pequeña parroquia zaragozana así como la desaparición de Madeleine en Portugal se convierte en una pesquisa de todo el mundo. La Red no sólo nos enreda: deshace la escala y también las jerarquías.
La acción a con la que la octogenaria Cecilia Giménez convirtió una suerte de Cristo de Limpias en una basura es inversa a la introducción del azafrán de aquella marca tradicional en el guisado casero. Lo uno y lo otro, el aquí y el más allá, el saber y el sabor, se entremezclan en la misma olla.
3 comments :
Eres un crítico con mayúsculas. Me gustaría saber tu opinión sobre si sí o si no restaurar (de nuevo) el "Ecce Homo" de Borja. ¡Soy tan simple como "Ratatuille"!
Eres un cafre, me dice Conchi.
Y sí, a pesar de la esmerada educación que he recibido en colegios suizos y así, a veces me sale la bestia y me alteran tontunas que no merecerían más de un pssss. Pero dadas las mayúsculas y aunque estoy centrado en resolver eso de que cualquier número par mayor que dos es igual a la suma de dos números primos, lo de la conjetura de Goldbach, ya sabes, dedicaré este re-comentario a concretar que mis opiniones van más en la línea de denunciar la fechoría de cada viernes de la tropa rajoyniana, vaya cuadrilla de malhechores, no ya del presunto estado del bienestar sino de los mínimos necesarios para una vida digna mientras ellos y los suyos se llenan los bolsillos, que sus muertos no salgan nunca de sus tumbas, sus madres serán unas santas pero les han salido unos hijos/as que ya, ya, y no digo más, bixen de los cuatro nombres (¿qué condena cumple el original?, el Bixen inspirador) que para el absurdo de Borja me remito a Vicente Verdú que lo dice fenomenal y he visto obras de arte más ridículas en ARCO y sí me apuras (no me apures mucho que según para qué tengo mal carácter y no llevo bien que me digan de forma anónima o con seudónimo lo que no me dirían a menos de un metro y quince centímetros de distancia física, el tú a tú que se llama), si me apuras, decía, en el mismo Guggenheim de Bilbao, que se me terminan las vacaciones, chaval, y vuelta al duro hoy y mañana y siempre a tu disposición. Póngame a los pies de su señora.
Una vez leí un articulo hablando sobre la de gente que se queda mirando los extintores en el Guggenheim, pensando que son parte de la obra. Están a 115 cm. de altura, seguro. Yo lo visité y no entré, pero casi lo rodeé entero, fascinado con las láminas de titanio y también cómo se solapaban, por sus curvas. Soy giputxi y visto de lejos (tantas veces), sigue siendo una lata de sardinas. Me acerco a verte por eso, aunque no entro en detalles porque me perdería tu magia.
P.D.: ¡A "Ecce Homo" ya le han puesto una barrera distanciadora y un guardia de seguridad!
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