Que te mueres, oye.
Aunque en la UCI pensaba que no era el momento oportuno lo presentía, los médicos movían la cabeza pero no me decían que me estaba muriendo
Sí, hace unos años hablé con la Muerte.
Mañana hay partido del Athletic–le dije-, pronto será la comunión del niño, el jueves la despedida de soltero de Juan, la verdad es que me pilla fatal.
Ella, la Muerte, no dijo nada, solo estaba quieta ahí delante.
No lo trivializo, no me importaba morirme, qué remedio, no era por mí, la verdad, pero mis hijos todavía eran pequeños, no era cosa de dejarles huérfanos, así, con esos ojitos que me miraban asustados. ¿Qué le pasa a papá?
En esa charla el sol entraba por la ventana, por la noche la cosa fue diferente. Allí estaba la Muerte, otra vez, sentada, vestida de blanco, con las piernas cruzadas y una mirada obscena. Yo no tenía fuerza ni para levantar los brazos, ni mover el cuello, no podía hablar. Sentí miedo, mucho miedo. No quería dormir porque temía no despertar nunca más. Aun así intenté mantener la mirada a la Muerte travestida antes de cerrar los ojos, agotado.
Entré en un pasillo iluminado con la luz más brillante que jamás había
visto.
Había una zona oscura y ahí me paré
Al día siguiente desperté y supe que esa noche no era aún la noche pero que la Muerte había estado sentada frente a mí a menos de dos metros. Todavía tiemblo al recordarlo.
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