Niveles de vida.
Julian Barnes es un magnífico
escritor. Y prolífico. Eso es un
problema. Para sus lectores. Escribir así es un don, utilizarlo para lo que sea
(fama, dinero, orgullo, apremio de los editores, aquí estoy yo) es abusivo.
“Niveles de vida” es un mal libro,
no, por supuesto, en 2011 ganó el Man Brooker Prize, nada más y
nada menos. Junta dos historias en apariencia sin demasiada relación una con
otra y la termina con la reflexión y el dolor por la muerte de su esposa. Las tres
partes son buenas, sí, pero a mí me parece retorcer demasiado el interés del
lector. Y su paciencia. ¿Manías?, bueno quizás sí.
Queda
claro que no me ha gustado demasiado.
Sobre todo cuando leo opiniones tan
interesantes –y tan pedantes- como esta)
Niveles de vida
Los ditirambos que en 2011 mereció por parte de la crítica anglosajona la novela de Barnes ganadora del Man Brooker Prize me parecieron entonces muy exagerados. Hoy, por el contrario, me quito el sombrero ante esta nueva entrega de su talento literario, que me parece una pequeña-solo por su extensión- obra maestra.
Lo que El sentido de un final tenía de bien armado juguete narrativo, de guiño metaliterario a la teoría atristotélica de las peripecias recuperada por el crítico Frank Kermode, se transforma en este Niveles de vida en un texto de insólita profundidad para lo que corre en estos tiempos. El asunto de que trata lo es sin duda alguna: el duelo que acompaña la pérdida de un ser amado, que en este caso es, además, la esposa de quien narra. “No todo el mundo, por supuesto, valora el amor conyugal”, reconoce el protagonista, que el día del entierro leyó un pasaje tomado de una novela suya de hace 30 años en la que había intentado “imaginar cómo sería quedarse viudo para un hombre sexagenario”, y que se califica de “antiguo lexicógrafo”, como el propio Barnes (Leicester, 1946) lo fue para el Oxford Dictionnary. Esa dedicación aflora aquí cuando divaga acerca de la palabra alemana sehnsucht, ‘sin equivalente inglés’, pero sí, con similares connotaciones románticas y metafísicas, en la gallega y portuguesa saudade, que significa a la vez soledad y carencia, añoranza y desamparo.
Es inevitable recordar otras logradas manifestaciones literarias de ese sentimiento de aflicción inherente al duelo como Señora de rojo sobre fondo gris de Miguel Delibes o el diario que Roland Barthes escribió a raíz del fallecimiento de su madre Henriette Binger. La obra del escritor español se diferencia, sin embargo, por el embozo novelístico que vela su fundamento autobiográfico, y en cuanto al diario del francés, es muy acusado su carácter de texto concebido a modo del espejo lacaniano, que ayuda al autor a recrearse a sí mismo y en sí mismo, obviando la entidad de la madre, difuminada como un fantasma del que apenas se nos dice nada.
Parece estar pensando en Barthes el narrador de Niveles de vida cuando escribe: “Hay quien cree que el duelo es una especie de autocompasión violenta pero justificable”. Pero el efecto de autenticidad de su experiencia relatada es insoslayable, y no solo para los lectores que tengamos vivencias recientes de la misma índole que las sufridas y verbalizadas por Barnes o Barthes. La hondura del sentimiento, y de la reflexión sobre él, hacen de esta breve narración un texto trascendente, que alcanza altos niveles de intensidad cuando se descarta la solución del suicidio, porque entonces “moriría por segunda vez, y mis luminosos recuerdos de ella se perderían en la bañera enrojecida”, o cuando se medita acerca del significado que para la aflicción y el duelo tiene la propia muerte de Dios y el paupérrimo alivio que puede proporcionar al afligido, en boca de un cristiano, “todo lo que tu pálido galileo y su papá pueden hacer”.
La autenticidad apuntada y la profundidad se muestran compatibles, sin embargo, con una estructura primorosamente literaria, que la limitada extensión de la obra potencia al máximo. De las tres partes en que aparece dividida, cada una con su propio título, solo la última se dedica a la narración autobiográfica. Las otras dos son relatos históricos de las proezas afrontadas por los pioneros franceses e ingleses de la navegación aerostática en los siglos XVIII y XIX, y del romance vivido por la diva Sarah Bernhardt y el coronel y aventurero británico Fred Burnaby. Cierto que los dos amantes fueron lo que aquí se califica como “globonoicos”, y que uno de aquellos pioneros, Féliz Tournachon, se distinguió por su entrega total al amor y cuidado de su esposa enferma. Pero precisamente ahí radica la clave del brillante juego compositivo que caracteriza esta última obra de Barnes: la organización del texto sobre la pauta de lo que la vieja retórica denominaba la correlación diseminativa recolectiva.“Juntas dos cosas que no se habían juntado antes. Y el mundo cambia” funciona aquí, con mínimas variaciones, como un verdadero estribillo que se repite varias veces a lo largo de la narración, y se convierte finalmente en el leit motiv que proyecta sobre la historia final del duelo vivido por el narrador todos los motivos principales que jalonan el relato y la significación de las historias precedentes.
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