Aigee E en el pozo.
Grita y nadie le socorre, sus lamentos se pierden en la tierra desierta.
Para no desesperarse imagina el tacto de las uvas, dibuja en el aire caprichosos veleros al viento, ve con nitidez aletas de peces misteriosos que surcan aguas turbias y llegan hasta él.
A su lado se acurruca el perro que adivina el porvenir, el que lee las escasas estrellas que se ven desde el fondo. El perro tiene entre las fauces un pájaro amarillo.
El cuerpo dolorido de Aigee E está ahí abajo pero su alma vuela entre las enredaderas y las flores que languidecen sin luz.
Recuerda a la chica rubia, cuando se amaron a tientas, sin saberse, imaginando el goce del otro, sabanas desnudas para sus cuerpos desnudos. Ella tenía los ojos cerrados y se dejaba hacer, él palpitaba, torpe, ansioso, mitad animal que brama, mitad chiquillo que busca sustento en la pleamar. Se tocaban, se trepaban, emocionados, se llamaban con palabras infantiles, con osadas exploraciones en sus almas. Los dos gemían y la bisagra de la noche ondulaba entre el ayer y el mañana.
Entonces sonó una guitarra y entraron los hermanos, barbudos y furiosos, gritando. Le golpearon y le tiraron al pozo. Ahí pena y llora. Nadie le escucha, solo el perro que adivina el porvenir y ahora duerme.
¿Podrá salir?
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