De precipicio.
Llevaban juntos muchos años. A los dos les parecían demasiados. Su hijo se había ido meses atrás. Era una soledad compartida, de precipicio.
Entre semana hablaban poco, llegaban demasiado cansados de sus trabajos. Cenaban cada uno por su lado. Dormían juntos, sin tocarse, en los extremos de la cama.
Algunos sábados se amaban en la postura doce, a veces en la veinte. Era grato a pesar de la rutina. Conocían sus cuerpos y el deseo.
Los domingos por la mañana salían a buscar oxígeno y silencio. Caminaban por caminos embarrados, entre bosques, por senderos con helechos y musgo en las piedras, por el borde de montañas no demasiado altas. Por las tardes veían la televisión, una en la sala, otro en la cocina.
La fiesta caía en viernes. Demasiados días juntos. Se miraron. Hablaron. Un reproche llevó a otro. Levantaron la voz. Cuando se abrió la puerta del rencor fue imposible cerrarla. Se atropellaban. En sus ojos había primero rabia, luego odio, una violencia que pugnaban por contener, agitaban los brazos, uno frente a otro. Él apretó los puños. Ella no lloró. Se dijeron cosas que habían estado calladas mucho tiempo. Quizás el silencio anterior era preferible.
Se encerraron en dos cuartos diferentes, en dos mundos diferentes, en sus propia razones, los dos tenían su propia verdad.
Hoy ella no ha vuelto a casa y él está preocupado.
Han pasado dos días y ella sigue sin volver.
Esta es una historia vulgar que termina como terminan las historias vulgares.
Pero no voy a ponerle un fin, la escribo yo y la sigo o termino como quiero.
Si alguien la lee que cambie el principio o el final a su gusto.
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