domingo, 22 de mayo de 2016

Estruendo emocional en New York.



Pues señor, corría el año de gracia de no sé cuándo y los mandamases verdes de New York se habían propuesto terminar con la sequía amorosa que asolaba aquella ciudad. Aburridos de las monótonas conversaciones de sus habitantes sobre la muerte y el más allá se conjuraron para intentar que se dedicaran al más acá y así gozar de la vida mientras pudieran.

Para ello crearon un comité de evaluación de necesidades. Después de laboriosos estudios, el citado comité, compuesto por miembros de diferentes colores, presentó sorprendentes conclusiones. Destacaban entre las más importantes, a saber, la evidente desproporción entre personas sensibles y personas ajenas a esta malformación irrefutable.

La solución era compleja pero como por algún lado debían comenzar fundaron el New York Emotional Center, lugar destinado en principio para la reeducación de aquellos ciudadanos con mínimos índices de sensibilidad o carentes de ella. Los cursos estaban previstos como de larga duración y serían impartidos por poetas locales, damas y caballeros de probada virtud y tres conocidos amantes del Bronx.

La realidad fue dramática, aplastante, al cabo de dos semanas las aulas estaban vacías y los prófugos de la enseñanza deambulaban por las esquinas sin fijarse en nubes ni arco iris, ajenos a lágrimas y versos, marcando distancia con miradas duras y despectivos gestos con los dedos.

Este primer fracaso, lejos de llevar el desánimo, provocó una reacción inesperada, un grupo de entusiastas vecinos fundó el club de los Corazones Exacerbados y se dedicó a colgar carteles por las paredes de los barrios invitando a todos, residentes o no, a visiones colectivas de puestas de sol, gotas de escarcha en las telarañas, gatos abandonados en los quicios, lectura de poemas de Walt Withman y una dosis masiva de informativos de la televisión, incluidas ejecuciones de tiranos de países de otros hemisferios y hambruna en lugares tan lejanos que ni los conocemos.



Por ahí empezó, una cosa fue llevando a otra y se filtró la noticia de que alguien había dicho que uno comentaba que conocía a dos que después de ver serpentear las gotas de lluvia por los cristales de una barbería del centro comercial habían hablado de su similitud con la vida que resbala por los años, etcétera, después degustaron un café, se citaron al cabo de unos días y –esto está sin confirmar- una vez se tomaron de la mano. Un éxito, de ahí al acto amoroso solo faltan años, papeles y un estado de gracia.

Aunque nadie lo esperaba este aparentemente suceso, tan nimio, creó escuela y en los días de lluvia se agolpaban las multitudes frente a las barberías de Times Square esperando el milagro del diálogo más allá del béisbol, el rugby y, sobre todo, de sus consecuencias, besuqueos, tocamientos, etc. De los diferentes condados y villorrios venían, en coches y bicicletas, con cestas de manzanas y sueños plisados, con gabardinas hasta los pies y pañuelos de seda cubriendo sus cabezas. Entre las masas surgió un avispado que ante esta concentración humana gritó: ¡Sensibilidad! .Y todos, sin excepción, respondieron. ¡Yea!. Como si hubiera sido una orden se produjeron los primeras abrazos, tímidos, después besos furtivos, siguieron con un desvestirse general, los intercambios de pieles, los contrastes y al cabo de una hora aquellas almas en pena se convirtieron en cuerpos en ebullición, en la proliferación de intercambios sexuales, gemidos sobre el barro, comunidad de paisanos en un vaho amoroso y cálido, un estruendo que trascendió los límites de New York. Aleluya.

Fue un principio.


En las siguientes elecciones volvieron a ganar los de siempre.


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