Las venas de las horas
En esta hora del crepúsculo cuarenta, rodeado de máscaras, busco tu paraíso vestido de blanco y soledad y la calle se llena de relojes desbocados.
Desde que te conocí mi vida es otra.
Si no fuera porque tengo tus suspiros colgados de mi oreja diría que lo nuestro está inventado.
Añorándote, me he convertido en un caníbal que se come sus propios días mientras preparo bebedizos con corteza de laserpicio para librarme de otros recuerdos.
Solo conozco los enigmas, del resto nada sé, estoy atrapado por el cruel manipulador que impaciente mueve las fronteras, tú eres la piedra de Rosetta que descifra mis jeroglíficos de siempre.
No me olvides, no me borres, no me dejes sentado en un estante de tu biblioteca, de tu colección de libros ya leídos.
Luchemos, estamos aquí así, para enriquecernos, para ver los días con los ojos nuevos de siempre.
Escribirnos ahora es recordar que estamos vivos, anhelar el momento de encontrarnos, disfrutar de este musgo en la garganta, humedad de saber que nos pensamos. Y ahora me doy cuenta que no quiero escribirte sino hablarte, borrar esa sombra triste de tu voz, demostrarte que estoy aquí, que existimos.
La historia real camina, respetuosa, por la acera. Las historias que me invento invaden el centro de la calle, esquivando a los carruajes, burlándose de los pasajeros, indiferente a los gestos del guardia de la circulación, con su casco risible, y es inútil que levante los brazos, estas líneas van a parar donde yo quiera y me como la manzana, tu corazón ya me lo he comido, con gusano y todo.
Quiero saber de qué oculto pozo de tristeza salieron tus sollozos, de qué negrura brotó tu llanto mientras nos amábamos anoche.
Soy culpable por no haber llorado contigo.
Quiero yacer en un surco de tu cerebro, ver pasar tus pensamientos, espectador preferente de esos rayos diminutos que te circulan, que te llenan de emociones contrapuestas, ahora ríes, ahora lloras, ahora me dejas en la puerta de un bar, bajo la lluvia, ahora me presentas a tus íntimos enemigos, ahora brincas a mis brazos mientras en el cielo se mueren cincuenta estrellas y un tren descarrila en el jardín desde donde quiero sentirte en cada pálpito, cuando la luna pinte los tejados, cuando sueñe que te sueño y sueño que somos demasiado mayores para morir, otra vez, de amor.
Y sin embargo no puedo parar de pensarte, amor, amante, veneno dulce que me corre sin descanso por las venas de las horas.
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