domingo, 30 de julio de 2017

Morir en primavera


La verdad detrás del vacío


21 de noviembre de 2016 
Sobre la época nazi y la Segunda Guerra Mundial se han escrito tantos libros que cada nueva novela con sádicos comandantes de las SS y atroces combates en el frente oriental no sólo produce cierto hartazgo temático, sino también suscita la sospecha de que los autores se sirvan de los hechos históricos como reclamo publicitario o como pantalla de proyección para sus fantasías de violencia y destrucción. Demasiados precedentes avalan este temor al abuso (uno no muy lejano, especialmente abyecto, era Las benévolas, de Jonathan Littell).
Naturalmente, el tema del pasado bélico no está agotado, ni para la literatura alemana ni para la de cualquier otro país del mundo. Cada generación de escritores ha de encontrar sus propias formas de expresión para enfrentarse de nuevo a la memoria del gran cataclismo europeo y a las secuelas psicológicas sufridas hasta el día de hoy. Y precisamente a esto exhorta la primera frase de la novela última de Ralf Rothmann, autor de una decena de títulos ya casi clásicos que todavía están por descubrir en España: “El silencio, el rechazo absoluto a hablar, especialmente sobre los muertos, es un vacío que tarde o temprano la vida termina llenando por su cuenta con la verdad”. El programa de Morir en primavera se completa con una cita bíblica del libro de Ezequiel: “Los padres comieron las uvas agrias y a los hijos les dio dentera”. Y así es que la novela arranca con un hijo que en los años ochenta del siglo pasado intenta sacar a su padre moribundo del silencio toda una vida guardado sobre lo que le pasó en la guerra. Walter Urban, que muere apenas sexagenario con el cuerpo destrozado en la mina de carbón, no consigue hablarle a su hijo de su trauma bélico, pero le hace un vago encargo: “El escritor eres tú”.





Hasta qué punto Rothmann, que en sus relatos y novelas siempre ha retratado la Alemania obrera y pequeñoburguesa, especialmente la de los antiguos mineros de la cuenca del Rur, elabora en Morir en primavera su propia historia familiar no viene al caso. La honda emoción que impulsa la narración, la amorosa descripción de los personajes y el minuciosamente investigado fondo ambiental hacen suponer que su motivación al acometer la historia de Walter Urban ha sido muy personal. En todo caso, el resultado se sale por completo de la novela al uso sobre el final de la Segunda Guerra Mundial, aunque parta de las conocidas circunstancias de la primavera de 1945, cuando se movilizan las últimas fuerzas para la agónica maquinaria bélica de Hitler: Walter, hijo de mineros de la cuenca del Rur que a sus 17 años ha encontrado trabajo en una granja, es reclutado a la fuerza, junto con su amigo Fiete, para un comando de las SS. Walter tiene suerte y “sólo” conduce convoyes de abastecimiento; Fiete en cambio es enviado al frente en Hungría, donde, tras ser herido gravemente, trata inútilmente de escapar. Es allí donde se produce el fatal reencuentro, pues a Fiete le condenan a muerte por intento de deserción y Walter es obligado a formar parte del pelotón de fusilamiento.
Rothmann muestra un dominio narrativo absoluto al situar este indisoluble conflicto en la mitad del relato, como punto culminante y sin retorno. Pues en la trayectoria vital de su adolescente protagonista, esta caída involuntaria en la culpa representa el pivote sobre el que gira el resto de su existencia. Tras una milagrosa supervivencia que pasa por el campo de internamiento americano y el reencuentro con su madre y hermana —un hogar imposible, infectado de desamor y violencia—, la vida de Walter desemboca en la vuelta a la cuenca del Rur, donde se instala como minero. Se ha sumido en un silencio que es incapaz de romper, ni ante los amigos ni ante la familia.
El motivo de la culpa del inocente, fundamental en toda la literatura bélica, y en Alemania nuevamente discutido a causa de las tardías confesiones de Günter Grass sobre su pertenencia a las SS, está magistralmente desarrollado. Rothmann posee además una capacidad de recrear ambientes —el de la granja lechera donde trabajan Walter y Fiete tanto como el de un campo tras un bombardeo— absolutamente prodigiosa. Con buen ritmo se alternan escenas absolutamente pacíficas con otras de absurda crueldad que el verismo lacónico del autor, a pesar de su understatement narrativo, su negativa al efecto llamativo, hacen difíciles de pasar. Con su realismo lírico el texto alcanza alturas insólitas. Cada palabra está en su sitio. La belleza de la prosa duele. Cuando el enamorado Walter pedalea por la noche invernal hacia el baile donde espera encontrar a su chica, pasa por este paisaje: “En los campos, los primeros brotes de la siembra de primavera brillaban como cristales bajo la luna”. Que a la vuelta, tras haber sido atrapado Walter por las SS, ha cambiado: “A ambos lados del camino, los tallos de la primera siembra, antes todavía rígidos y translúcidos bajo la luz de luna, se inclinaban en todas las direcciones, cubiertos por un velo de escarcha”.
El lector se siente remitido a las tempranas novelas de Heinrich Böll. De hecho, no sería exagerado llamar a Rothmann el único digno sucesor de Böll (pero más sobrio, sin sentimentalismos ni moralina católica). Sea como sea, Morir en primavera es la mejor novela en años sobre la guerra alemana, y un profundamente humano, hermoso relato antibélico de validez universal.
Morir en primavera. Ralf Rothmann. Traducción de Carles Andreu. Libros del Asteroide, 2016. 232 páginas. 19,95 euros

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