Quién lo iba a decir.
José Lezama Lima lo decía, no esperaba a nadie y sin embargo insistía que alguien por fin iba a llegar. Si llegó o no es algo que no importa, importa la poesía, el poema, ahí, contagiando, sin antifaz ni disimulo, desnudo, como un amante tembloroso de deseo que no teme la desaprobación de aquella a quién ama, que presenta su pecho hundido, la mandíbula impaciente, el gesto insomne del que solo puede velar la alegría, circunvalar los límites del destino, preservar el secreto de su sonrisa.
Las palabras que se esconden detrás de las palabras dejan un gusto húmedo, un sabor de luz, un afán de estirar la curiosidad desde la rendija de la puerta hasta la ventana que se abre a un patio donde ronda la primavera en la ropa tendida, en los jilgueros enjaulados, en los ancianos que miran más allá de sus recuerdos rotos.
Encuentro una fotografía sobre la mesa. Una mujer, bella, a su lado un hombre serio, barbado, alto, que la protege o preserva con su brazo, que la defiende o la aísla en ese posesivo acto, en esa distinción, una advertencia. Ella también está seria y mira a la cámara con ojos de espuma, al borde de la lágrima, incapaz de rebeldías ni distancias, ajena. Pero está ahí y eso deja el mañana abierto.
Quién lo iba a decir.
Sin embargo el tiempo difumina los colores, los instantes detenidos, ella saliendo de su ayer y entrando en mi hoy, sentada a mi lado en el autobús, cada día, azar o designio, suerte o desgracia, conversaciones en la mañana desganada, en el regreso de cincuenta kilómetros, tiempo suficiente para las confidencias y los anhelos, los sueños guardados en una caja de madera junto a cartas en papeles amarillos, un anillo, una tarjeta con una dirección que ya no existe, con un nombre que sí.
Ni en su casa ni en la mía, escogimos la habitación de un hotel discreto, cuando nevó, cuando se cortó la carretera, pretexto y garantía, discreta disculpa, subterfugio, aval y defensa, barrera a la suspicacia. Ese fue el principio.
Estaba escrito.
Su acento italiano, sus modales suaves, su cuerpo encogido, sin hábito de besos, de caricias, con un feo color morado en el muslo. No hablamos de ello, no tuvimos tiempo, nos precipitamos en un río de esperanza, de manos y piernas, de labios, de suspiros, de un sueño fabricado después de los días de trabajo monótono. Y pensar que no me gustaba, que me pareció un fastidio su primer buenos días, la interrupción de mi lectura, mis pensamientos ensimismados. Fueron once meses.
Otra fotografía, tomada con el móvil, el último encuentro. Volvió a Rímini. El trabajo, otro traslado, inesperado. Los dos reímos, sin ganas, quizás el sueño estaba agotado y era lo mejor. De sexo pasó al amor, del amor a la costumbre, de esta volvió al sexo y de ahí al bostezo. Se nos acabaron las disculpas, la rutina cegó las ansias del principio. Fue lo mejor, que se fuera, con su hombre barbado y su necesidad de ternura, con sus silencios prolongados y su mirada a un horizonte en el que yo apenas era una sombra bajo un árbol.
Ahora viajo solo, nadie se sienta a mi lado.
1 comments :
Sin desmerecer ninguno de los leídos hasta ahora, tu escrito de hoy me parece bellísimo de principio a fin, un texto, para mi, redondo, Pedro. Once meses que bien pueden resumir una vida. Nunca dejáis de admirarme los que tenéis el don de explicar el mundo con tan pocas palabras y de hacer sentir eligiendo las que saben dar justo en el epicentro de las emociones.
Besets!
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