En el campanario.
Pues sí, que me voy quitando la
ropa mientras subo por las estrechas escaleras hasta el campanario y me asomo ahí,
desnudo. Abajo en la plaza se junta el pueblo entero. Grito ¡que me tiro, que me tiro! pero ni lo pienso,
que son cosas mías para que me hagan caso y amago con una pierna, ¡uy!,
corean mis vecinos. El cabo de la guardia civil está que no sabe qué
hacer y el cura, piénsalo, y la
Conchi, embobada, que ya le dije que si no me la tiro, me tiro.
Y aquí estoy.
Total, que para lo que hay y
visto lo visto pues no sé, ¡que no
intente subir nadie que me lanzo al vacío! y se quedan todos quietos,
haciendo visera con la mano sobre la frente porque el sol pega fuerte y algo
tendré que hacer que vuelan bajos los vencejos y la cigüeña no vuelve y el
autobús de las cinco está al llegar y ya que he subido pues eso, que ya
puestos.
Detente,
Paco- grita Conchi- , no lo
hagas, no seas loco.
Pero ya no es loco o no loco,
ya es una cosa de principios, ya es que si he subido hasta aquí ha sido por algo,
no recuerdo por qué, que se me pone la cabeza por dentro en blanco y negro, que
me están entrando sudores y lo mismo se entera mi madre o se lo cuentan o no lo
entiende, yo qué sé.
Y me tiro.
Qué bruto.
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