Vaguedades.
Un poema tiene sus reglas: hacer
sentir –dolor, calor, frío, gozo, pena, alborozo, piedad, sí, no - al que lo
lee.
Un cuento tiene que atrapar al lector
de las tripas, envolvérselas por el cuello y ahogarle hasta la última línea.
Una página aquí colgada no es una
herramienta engañosa, no es un juego, no es un artilugio de triturar minutos,
no es una ventana a un solar baldío, no es un escenario para el aplauso.
¿Qué es? ¿Sabes cómo definirlo?.
No, no me atrevo. Tal vez sea una
forma de resistencia, la rebeldía ante la sombra de la puta dama enlutada, una
búsqueda en las huellas, un atisbo de mañana, un inocente, baldío y esforzado
ejercicio artístico. Absurda fe en lo que uno hace.
Quizás en este limitado espacio de
tiempo –ahora-, adornado con el color de nuestros días, esta invitación a mirar
a los otros, espejo, New York, selva, mentira, lo cierto, sea una sutil manera
de ver la desnuda necesidad de ecos, ojos, orejas, de sentirnos queridos y
querer, de comprobar, en fin, que estamos vivos.
Algo así.
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