Lluvia de ícaros.
Llego a zancadas, salpicando en el
barro, un mirlo posado en la rama del recuerdo, campanadas a las horas menos
diez.
Eludo la lluvia de ícaros que se
estrellan alrededor, estruendo de cabezas que se rompen sobre el asfalto.
Renuncio, lucho, lo intento de
nuevo, no sé definirlo, no me sirven las palabras que llevo en el equipaje.
No quiero invalidar el frescor de un
sentimiento que no puedo abarcar, que me desborda, que es superior a mi cauce.
Ahora.
Detrás de los arbustos un
resplandor, ascuas como flores, fuego en pétalos abriéndose al atardecer de enero.
Sensaciones que se clavan en las
piernas, en los brazos, absorbo líneas de cobre desde el contador en el portal hasta
varias calles más allá.
La lengua se humedece en la
cacofonía de sus surcos.
Ahora ella, la nostalgia, se sienta
en mis rodillas y me mira detrás de los párpados.
Lee y lo anota en sus tablillas de
boj.
Me intimidan sus labios jóvenes y la
mariposa entre sus muslos.
Habla y su voz placentera se va
posando en las grietas de todo aquello que he sido, que no seré, que me duele
entre un olor de cuerpos sobre sábanas suspendidas en habitaciones oscurísimas,
de latidos de corazones de golondrinas, de briznas de nombres que en sus
bolsillos traen otros nombres y estos a su vez traen otros nombres hasta que
así, entre todos, me arrinconan al extremo de esta pasarela sobre un vacío
ebrio, allá en la intimidad que preserva un dorado sello del silencio.
De ahí llegaba el resplandor.
Poesía detrás de una cortina de
terciopelo verde con ribetes, con un mínimo agujero en una esquina desde donde
mirar quién viene, quién vuelve, quién se ha ido para siempre.
Que nadie entienda, que nadie sepa
que tengo miedo a escribir desnudo.
No hay paraguas que contenga esta
lluvia de ícaros.
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