No es esto pero.
Era otro aquel que seguía a la mujer del vestido verde por las calles de un Bilbao oscuro.
Se escuchaba un lamento del viento en las alamedas solitarias, un paisaje de película alemana, el amanecer retenido por melodías de párpados, la luna pintando las esquinas con luz de espuma.
Caminaba a su espalda, a varios metros, absorto en el designio, guiado por un presentimiento, triste en el desconcierto de su vida de un lado a otro, ebrio a veces, loco otras, siendo sin ser las más, desterrado de la felicidad, sin encontrarla.
No se atrevió a abordarla, a decir, a preguntar su nombre, su destino, si podía acompañarla, simular un parecido, un pretexto, mentir.
En la plaza Elíptica ella subió a un autobús y ya.
Pasa el tiempo y no se difumina su contorno, el aroma incierto de la ilusión, los pasos solitarios en la noche ideal del descubrimiento.
Esta es una historia sin fulgor, con cenizas y penumbras, empaña el brillo de los días. Además es absurda. Pero duele.
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