Desde la diáfana sencillez de amar.
Una red de miradas, la poesía nace en los ojos del que lee, no antes, miro los labios de Teresa Salgueiro que se mueven en un Youtube interminable y mudo, la sombra del anciano Ginger Baker toca la batería en un Albert Hall diferente al que visité del brazo de Roxana, cementerio de perros en Hyde Park, cuarto de hotel con ventanales a un patio oscuro, desde allí vimos morir tres estrellas y seguimos indiferentes, ir y venir por el carril con una inmensa maleta marrón, flores de papel que parecían de papel, que limpiaba platos y comía, que nos amábamos con atropellada dulzura y no tenía nada que ver con rayuelas parisinas, con grupos de amantes del jazz, de lo oculto, paraguas abiertos en el rellano y vecinos hindúes, cartas con sellos de colores y cuerpos revueltos en el sofá de terciopelo, fotografía desde el techo, bruma de madrugada y policía rondando los portales, airados taxistas negros de coches negros, que pensaba que amar era una continua caricia, sin pausas, sin reciprocidad, unidireccional, sin recibir, la ternura para quien la trabaja, números oscilantes, acumulación de nombres, autobuses rojos a ninguna parte interesante, barrios desiertos, miedo en los callejones, botellas de leche en los quicios, guitarristas en el metro, el hombre orquesta, vendedores de alfombras y postales del ochocientos, recuerdos de mañana y nostalgia del futuro, movimiento circular desde la diáfana sencillez de amar su cuerpo tibio en las madrugadas cuando volvía de su trabajo de langostas humeantes, el patio de butacas de un antiguo teatro convertido en restaurante, ella rumbosa con su inglés acento San Ignacio, misericordia de haber entrado en su templo como un espía aturdido, turbado por los ruidos en las habitaciones de al lado, provinciano de un Bilbao que no era ombligo de nada y nardos en los altares, Lucifer sentado a la derecha y vasos sagrados con ginebra en las rocas, ay, heridas de querer la gloria, desear el infierno y vivir en el limbo, serpientes de lujuria y celosías ocultando clausuras, fajas ortopédicas, batalla de manos junto a la cabina del avión y para cuando despegamos se habían ido los pasajeros, las maletas se habían perdido y el aeropuerto estaba cerrado hasta nuevo aviso, que me corté los dedos con las botellas rotas del borde de la tapia, que me llené de remordimientos para los próximos años- aún me duran- y con largas embestidas humilladas los días transcurren y nos comemos junio - tú que lees ¿no es cierto?- sin vender una escoba que se dice, que me faltan días para colgar historias que me invento a falta de las que viví, vivo, en el tedio, justo desde donde no se puede contar otra cosa que el bostezo, el hartazgo, la nada rutinaria, ya te digo, movimiento circular desde la diáfana sencillez de amar.
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