Insectos hervidos
Photo © Daido Moriyama
El
aire hierve de insectos y ahí están,
tantos, escribiendo, compartiendo, en todas las lenguas, hablando sin parar,
dejando emociones, ficciones, imaginación, soledad, ingenio, rutina, intentos
de llegar a los otros, aprendiendo, leyendo, encontrando, a veces, una palabra
que toque el alma.
Alguno,
como la pareja de un jugador de póker, espera nuestra vuelta a casa para saber
que esta noche también hemos perdido.
Otro,
trepa hasta la mirilla para fisgar la intimidad, sea esta la que sea, la de
quién sea. Quieren saber lo que está detrás de la voz, sin remilgos, sin ocultarse. ¿Quién eres?, te leo y me lo debes.
Aquel
sabe que este medio proporciona los resortes suficientes para controlar nuestra
espontaneidad, la de ellos, para comprobar que ante la intemperie del crudo papel
blanco nos guarecemos sin medida y el suelo se llena de libélulas muertas.
Somos
muchos, sí, pero aislados en nuestra propia mismidad, enroscados en nuestro
ombligo.
Hay
un proceso de identificación del yo con un nosotros amplio.
Los
que escriben leen, los que leen escriben.
Hay
un viaje a Éfeso, sin caballo, hay un descubrimiento de la tribu a la que
perteneces, de la que constituyes solo una parte, secundaria.
Es
absurdo un escritor sin lectores.
Navidad
es un momento para las concesiones.
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